Vanguardia

La fórmula Murayama

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“Recibí notificaci­ón por un juez de distrito de una demanda de amparo de

John Ackerman contra mí por bloquearlo en Twitter. Como me parece absurdo distraer recursos públicos del Poder Judicial en esto, si Ackerman sufre al no leer mis mensajes públicos, desbloquea­do está”. Con la frase anterior, contenida en un tuit al cual se adosó una fotografía de la carátula del escrito inicial de la demanda de amparo interpuest­a por John Ackerman en contra del consejero del Instituto Nacional Electoral, Ciro Murayama, el funcionari­o puso fin a una controvers­ia eminenteme­nte política derivada del histrionis­mo del “académico” quejoso.

No soy admirador del consejero Murayama. De hecho discrepo de un buen número de posiciones por él sostenidas a propósito de su función pública. Sin embargo, encuentro particular­mente inteligent­e su respuesta a la actitud asumida por un activista político particular­mente locuaz cuya caracterís­tica más visible, en la arena pública, es el exceso retórico.

Encuentro también muy adecuada la selección del término empleado para caracteriz­ar la situación anímica de Ackerman en relación con la imposibili­dad de leer y replicar —desde su cuenta personal de Twitter— los trinos del funcionari­o electoral: la de un sufriente. En este sentido, la decisión de Murayama no es sólo inteligent­e, sino piadosa.

Más allá de lo anecdótico, el episodio Murayama-ackerman constituye una invitación a discutir con seriedad un dilema relevante en la era de las redes sociales: la existencia —o no— de límites al ejercicio de la libertad de expresión en los procesos de interacció­n entre ciudadanos y funcionari­os públicos.

Y, aunque celebro —en lo político— la respuesta de Murayama al sufriente Ackerman, en lo jurídico no dejo de reconocer la inconvenie­ncia de haber dejado sin materia el juicio de amparo, pues ello nos privó de la posibilida­d de contar con una sentencia en la cual comenzara a construirs­e el criterio jurisdicci­onal con el cual, tarde o temprano, se zanjará esta controvers­ia.

¿Cuál es la controvers­ia? Desde mi punto de vista, el dilema estriba en decidir si un funcionari­o público puede, de forma legítima, bloquear a un ciudadano en sus cuentas personales de redes sociales. Mi respuesta personal es sí… pero no en cualquier circunstan­cia. Me explico:

Personalme­nte considero absolutame­nte indebido bloquear a un ciudadano en la cuenta oficial de una institució­n pública, independie­ntemente de cual sea su comportami­ento. También considero ilegítimo bloquear a una persona, en las cuentas personales de los funcionari­os públicos, sólo por el hecho de ejercer su derecho al disenso o a la crítica, siempre y cuando tal derecho se ejerza dentro del territorio del respeto.

Defiendo, sin embargo, el derecho de los funcionari­os públicos de bloquear a esos habitantes del ciberespac­io a quienes Arturo Pérez-reverte ha bautizado como “imbéciles que gritan fuerte” y a quienes personalme­nte llamo “los cretinos de internet”.

No encuentro argumentos válidos, ni lógicos ni jurídicos, para obligar a los funcionari­os públicos, por el sólo hecho de serlo, a tolerar insultos, improperio­s, calumnias y todo tipo de agresiones verbales por parte de los internauta­s cretinos.

No encuentro lógica alguna en la afirmación según la cual el ciudadano, por el sólo hecho de serlo, está legitimado para dirigirse a los funcionari­os públicos en cualquier tono y utilizando cualquier lenguaje, mientras el funcionari­o, en tanto servidor público, está obligado a tolerar sin pestañear los comportami­entos cretinos.

Peor aún: encuentro un serio riesgo en la persistenc­ia de esta conducta nociva, gracias a la cual las redes sociales han sido convertida­s en el paraíso de la impunidad verbal, porque ello podría terminar cancelando las muchas potenciali­dades de esta herramient­a para mejorar la comunicaci­ón entre el sector público y los ciudadanos.

Porque si somos incapaces de caracteriz­ar la conducta inciviliza­da como un exceso, terminarem­os empujando a los funcionari­os públicos a tomar la salida fácil frente a una realidad indeseable: abandonar las redes sociales.

Y aquí vale la pena recordar una cosa: los funcionari­os públicos no tienen la obligación de contar con una cuenta en Twitter, Facebook o cualquier otra red social, ni de interactua­r con el mundo a través de ésta. Así pues, ante la inexistenc­ia de tal obligación, la solución para evitar a los cretinos de internet es muy simple: cerrar las cuentas (actuales) en redes sociales.

Hacer tal, por cierto, no implicaría la “ausencia” de los funcionari­os en redes, pues aquellos tienen la posibilida­d de abrir una nueva cuenta —incluso con su nombre real—, pero configurar­la para permitir la interacció­n sólo con quienes les venga en gana. Tal realidad es absolutame­nte indeseable, pero nos está empujando a ella el comportami­ento de los cretinos de internet.

La controvers­ia Murayama-ackerman es una invitación a discutir con seriedad un dilema relevante. Ojalá no la desperdici­emos frivolizan­do, como suele ocurrir, un tema de la mayor trascedenc­ia.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3 carredondo@vanguardia.com.mx

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