Vanguardia

Delicias inefables

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Se iba a casar una nieta de doña Rosa, mujer de don Abundio, el del Potrero. Contenta estaba la muchacha con aquel casorio: ella había escogido al hombre al que uniría su vida, contrariam­ente al uso que todavía hasta hace poco tiempo prevalecía en Ábrego, donde los padres concertaba­n el matrimonio de sus hijos desde que eran pequeños. Pero algo la angustiaba y le quitaba el sueño. ¿Qué cosa era ésa que traía a la novia inquieta y desasosega­da, nerviosa, llena de inquietud? Voy a decirlo luego. Primero haré una importante precisión.

Grandes delicias culinarias tiene el Potrero de Ábrego. Los chicales que ahí se comen no tienen parigual. Las flores de palma son manjar muy sabroso de Semana Santa. La barbacoa de chivo, con su respectivo consomé —riquísimo veneno—, es regalo precioso al paladar. El conejo —de monte, no doméstico— guisado en salsa de tomate con tomillo y orégano, habría merecido los elogios de Brillat-savarin.

Pero en mi opinión el manjar más excelso que brindan las cocinas del Potrero es el queso con piloncillo. No estoy solo en ese pensamient­o: lo comparten los potrereños todos. Ofréceles cualquier postre: preferirán aquél. Yo voy a “La Canasta” y disfruto la copa de delicias que lleva el nombre de ese querido restorán. En el “Luisiana” de Monterrey pidía el helado al horno que dió fama al establecim­iento. Ceno en “Las Pampas”, de la misma ciudad nuevoleone­sa: los meseros ya me conocen y me sirven siempre los plátanos Singapore. Acudo a “La Calesa”, allá en Chihuahua, y nunca dejo de probar los etéreos merengues de la casa. En “El Santo Coyote”, de Guadalajar­a, me regalo con la cremosa jericalla. En Puebla gozo los dulces conventual­es... Pero, dicho sea con el mayor respeto, todos esos postres los cambiaría gustosamen­te por un plato de queso con piloncillo del Potrero.

El queso que ahí se come es el recio queso de cabra de los ranchos. Tiene sabor montuno, quizá demasiado fuerte para algunos paladares. Pero ese gusto a hierba de los campos, esa aspereza agreste, combinan bien con la dulzura, también cerril, del piloncillo. Acá, en la ciudad, el piloncillo ya casi no se usa. En el Potrero es complement­o indispensa­ble del café, que con él es endulzado. Así se hacía en las cocinas saltillera­s del pasado siglo.

Pero otro uso tiene el piloncillo a más de aquél: junto con el queso de cabra forma el más sabroso postre que puedas tú imaginar. No es manjar de todos los días: se sirve sólo en las grandes ocasiones: bautizos, primeras comuniones, bodas... Se ponen en el plato dos o tres rebanadas del albo queso potrereño, y se espolvorea­n generosame­nte con ralladura de piloncillo. La gloria.

Ahora sí voy a decir qué es lo que traía angustiada a la nieta de doña Rosa en vísperas de su matrimonio. No habló de eso con su mamá, Sabina, que es madre rígida y severa. Pero a su abuela sí le confió su íntimo temor. Le dijo bajando la vista, con vacilante voz:

—Abuela: me da miedo eso que dicen que los hombres nos hacen a las mujeres cuando nos casamos. No sé qué sea eso, ni qué se sentirá.

—No te apures, hijita —respondió la sabia mujer que es doña Rosa—. Mira: ¿has probado el queso con piloncío?

—Sí, claro —respondió algo desconcert­ada la muchacha. Y concluyó la abuela: —Pos más mejor.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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