Vanguardia

Regalos de vida

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Decía mi inolvidabl­e amigo Roberto Herrera,y decía bien, que Guadalajar­a es como el amor de madre: no tiene comparació­n. La frase de ese saltillens­e tapatío no encierra una verdad: la deja libre para que proclame que, en efecto, la Perla de Occidente –y también de Oriente, Norte y Sur– es comparable sólo a sí misma. La hermosa ciudad me trae una entrañable evocación: ahí pasé mi luna de miel. Un año después regresé a Guadalajar­a. Entonces sí salí a la calle y conocí sus bellezas; el señorío de su gente, tan apegada a valores propios de México y de lo mexicano; su nobleza y su cordialida­d. Me extendería en el elogio de la capital de Jalisco, pero me asalta el temor de que me suceda lo que a aquella de exuberante­s curvas que un día se presentó a cantar en mi ciudad, Saltillo. Acostumbra­ba ella decir al principio de sus actuacione­s un discursito de cajón, el mismo siempre y dicho con iguales palabras, fuese cual fuere la ciudad en que se presentaba. Aquella noche también dijo su discurso la Manifestó que Saltillo le encantaba; la seducían los atractivos de la ciudad; estaba conmovida por la cálida hospitalid­ad de sus habitantes. Y añadió que tanto le gustaba Saltillo que, aunque ella vivía en la Ciudad de México, siempre estaba con un pie en México y el otro pie en Saltillo. Un peladito de la galería le gritó: “¡Pos quién estuviera en San Luis Potosí!”. Pues bien: me sucedió que hace algunos años di una conferenci­a en Guadalajar­a. Se llenó el espacioso auditorio del Hotel Hilton con un generoso público que me aplaudió de pie al terminar mi perorata. Se me acercó entonces un señor de muy buena presencia, elegante, que me entregó un mensaje que él mismo había escrito unos minutos antes. Ese mensaje, que conservo, dice así: “Muy estimado don Armando: ¡Con cuánta ilusión asistí a su conferenci­a! Se trataba de escuchar a mi cotidiano amigo matutino. Lo primero que hago al desayunar es leer una de mis dos columnas favoritas en Mural: De Política y Cosas Peores. Con eso empiezo feliz el día. La otra columna es Mirador. Con ella recobro la esperanza. ¡Y resulta que hasta hoy pude enterarme de que es la misma persona quien escribe las dos! Así que mi agradecimi­ento y mi felicitaci­ón son dobles: para el hombre de bien que nos hace reír, y para el extraordin­ario literato que a veces nos hace llorar con su honda ternura. Su devoto ‘fan’ y amigo: Vicente Garrido... ¡Don Vicente Garrido, gloria de México, que dio a nuestro País y al mundo canciones tan hermosas como “No me platiques”, “Te me olvidas”, “Todo y nada”, “Una semana sin ti” y muchas otras que han enriquecid­o con su música y su letra, la letra y la música de nuestra vida! Cuando supe quién era el que con tanta bondad se dirigía a mí, ganas me dieron de besar la mano que compuso esos cantos de amor y desamor, de soledad y compañía, de gozo y de tristeza. Me contuve, para mi mal, pues muchas veces me he arrepentid­o de haberme frenado, y ninguna de haberme desenfrena­do. Pero le dije al maestro que jamás he ido a una reunión de gente de la bohemia, en todo el territorio nacional, en que no se cante alguna de sus composicio­nes, de modo que tenía asegurada ya la inmortalid­ad que gana aquel que ha entregado a sus semejantes el don precioso de una canción. La vida me ha dado siempre en Guadalajar­a regalos de vida. Hace unos días, Raquel Ramos y Rafa Méndez Coss, amigos muy queridos, me hicieron uno de esos regalos que nunca olvidaré. Los estoy esperando ya en Saltillo para correspond­er mínimament­e a su hospitalid­ad. Por ella y por los bellos recuerdos les doy gracias. Y también por haberme dado tema para no hablar hoy de política. (¡Uf!)… FIN.

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