Vanguardia

La huella delatora

-

Don Patrocinio, dineroso hacendado, tenía una sola hija, muchacha muy hermosa, y además futura dueña de toda su fortuna. Mimí, que así se llamaba aquella joven, era cuidada por su padre con excesivo celo, pues el señor pensaba casarla con uno de los ricos herederos del lugar.

Pero en cosas de amor el padre propone y la hija dispone. Vino a suceder que aquella rosa de pitiminí se enamoró perdidamen­te de Miguelón, el rudo y pobre vaquero de la hacienda. Y como los dos sabían que don Patrocinio jamás permitiría que se casaran, decidieron huir para realizar su amor.

Un día así lo hicieron: al alba escaparon de la hacienda. A pie se fueron, para que el ruido de cascos de caballos no los delatara. Cuando don Patrocinio, después de haber yantado su copioso almuerzo, fumaba con morosidad un puro en el gran salón de su casona de la hacienda, el más antiguo de los criados entró, vacilante y tembloroso.

-Amo -le dijo dándole vueltas nerviosame­nte al sombrero-, la niña Mimí no está en su cuarto.

-¿Que no está en su cuarto? -se inquietó el vejancón.

-No, amo -respondió el viejo criado-. Ni en la casa tampoco está la niña.

-¡Pues búsquenla! -ordenó, molesto, don Patrocinio.

-Amo -balbució el anciano sin atreverse a levantar la vista-. Tampoco aparece el Miguelón.

-¿Qué diablos estás diciendo? -bufó el hacendado.

-Señor, -gimió el fiel criado-. Perdone usté, pero creo que ya se juyeron.

-¡Estúpido! -rugió don Patrocinio en paroxismo de ira-. ¿Cómo te atreves a pensar que mi hija pudo haberse ido con semejante barbaján!

En eso entró, angustiada, doña Encarnació­n, la madre de Mimí.

-¡Patrocinio! -gritó desmelenad­a-. ¡El Miguelón se llevó a nuestra hija!

-¡Por vida de...! -clamó el viejo-. ¡Ensillen los caballos y vamos a buscarlos, antes de que suceda lo irreparabl­e! ¡Traigan al jueyero Simón, para que los encuentre!

Con premura los caballos fueron ensillados, y con la misma prontitud llegó Simón, el mejor seguidor de huellas de toda la comarca. Después de examinar el terreno dijo aquel el sabio seguidor de pistas: -Por aquí salieron, amo. -¿Estás seguro de que son ellos? -preguntó don Patrocinio, todavía con esperanza de que aquel mal sueño no fuera verdad.

-Segurísimo, amo -dice el jueyero Simón-. Mire usté: aquí se ven los piecitos de la niña Mimí y las patotas del desgraciad­o Miguelón.

Echaron a andar, pues, tras de la pista. Media hora después dijo el jueyero: -Por aquí pasaron. -¿Cómo lo sabes? -preguntó don Patrocinio. -Se ve muy claro -respondió el jueyero-. Aquí están otra vez los piecitos de la niña Mimí y las patotas del desgraciad­o Miguelón.

-¡Pues adelante! -ordenó el hacendado-. Ya tenemos la huella, y vamos a alcanzarlo­s. ¡De prisa, no sea que lleguemos cuando ya sea demasiado tarde!

Montaron otra vez los jinetes en sus cabalgadur­as, y siguieron tras de los fugitivos, guiados por aquel infalible buscador de huellas. Se detenía Simón de vez en cuando para examinar de cerca alguna ramita, o se inclinaba sobre su caballo y examinaba el suelo con cuidado.

-¡Aquí está otra vez la juella! -dijo de repente el jueyero-. Mire usté, amo: los piecitos de la niña Mimí y las patotas del desgraciad­o Miguelón.

-¡Sigamos! -ordenó el patrón-. ¡Apresurémo­nos, antes de que sea tarde!

Simón seguía buscando ávidamente cualquier señal del paso de los fugados. Don Patrocinio, nervioso, mordía el puro que para calmar los nervios había encendido, y apenas si podía contenerse para no estallar. ¡Su hija, su tesoro más amado, la prenda que él reservaba para un matrimonio ventajoso que le permitiera aumentar sus dineros y sus tierras, arrejuntad­a con aquel pelado sin apellido y sin fortuna! ¡Aprisa! A lo mejor todavía era tiempo de evitar un desaguisad­o. Por fortuna iba guiándolos el jueyero Simón, y él siempre localizaba la pista.

-¡Mire, amo! -volvió a decir Simón-. Aquí también estuvieron. Vea: los piecitos de la niña Mimí y las patotas del desgraciad­o Miguelón.

-¡En marcha! -volvió a ordenar don Patrocinio con premioso laconismo.

Y siguieron, el hacendado y sus acompañant­es en un silencio lleno de tensiones, el jueyero Simón pegado a la pista como un sabueso. De pronto se detuvo el buscador, y un gesto de consternac­ión se dibujó en su rostro.

-No tiene caso continuar, señor -dijo con tono desolado-. Hemos llegado demasiado tarde. Sucedió ya lo que tenía que suceder. -¿Qué dices? -palideció el hacendado. -Lo que usté oye, mi amo -repitió tristement­e Simón-. Llegamos tarde. Mire las rodillitas del desgraciad­o Miguelón y las pompotas de la niña Mimí.

 ??  ?? ARMANDO FUENTES AGUIRRE
ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico