Vanguardia

Niño loco

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D esde la prime- ra vez que lo vi, siempre pensé que ese peque- ño muchacho de pelo chino parecía un loco. A leguas se le notaba en el caminar. En esa curiosa forma de balancear los brazos sin ton ni son, parecido a un muñeco de trapo. O en su rara manera de voltear bruscament­e su gran cabeza hacia un lado y al otro, como rastreando en el aire nue- vas perplejida­des, vagas prome- sas.

Todas las tardes, al pasear mis perros, me tocaba verlo. Su andar desgarbado se recortaba contra el incendio de los crepúsculo­s como un rabioso garabato.

Su enorme melena –un gran diente de león movido por el viento– coronaba su escuálido cuerpo, que parecía apenas un trazo de alambre bajo una ropa que aun siendo la talla de su edad, le quedaba grande. Me llamaba la atención sobre todo su rostro, una máscara móvil que parecía surgida de los abismos del cine mudo; un manojo de gestos que resumían la desesperac­ión, la sed, la furia y la orfandad de todos los muchachos pulverizad­os por las ruedas de la historia: desde Cartago hasta Orleans, desde una niebla de cuchillero­s en Montevideo hasta las piedras quemadas de un gueto en Varsovia, El Ecuador o Saltillo.

Sin embargo, lo que más me intrigaba de este joven no era ese halo de soledad que lo perseguía como una nube portátil, tampoco sus desastrado­s trece años. Mucho menos sus tenis enormes y rotos que dibujaban otras secretas tragedias. O que imantaran mis ojos sus muecas ridículas, su hambre insaciada de vivencias mejores: sus comisuras caídas de decepción eterna.

No se explicarlo muy bien. Supongo que ese muchacho me hacía volver a verme.

Viéndolo a él, volvía a ver el pasado de esto que ahora soy.

Era como un reflejo vivo, erguido de soledad, atardecere­s y sangre.

Por eso, señor agente, esa noche atendí la voz que me llama siempre a romper los espejos.

Y ahora el muchacho aquel ya no sufre. No gesticula ni sueña.

Tampoco vaga más.

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ESMIRNA BARRERA

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