Vanguardia

Morir de nada

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Por muchos años tuve la gloria de ser maestro de Literatura en el Ateneo glorioso. No daba mi clase en el salón: iba con mis alumnos a uno de los jardines, y ahí, bajo la sombra de los árboles, sentados los muchachos y muchachas en el césped, en una silla yo, les hablaba —y habláb— mos- de libros.

En cierta ocasión les leí dos cuentos de Anton Chejov. Uno se llama “Tristeza”. Trata de un cochero a quien se le ha muerto su hijo primogénit­o. Lleno de pesadumbre el infeliz quiere compartir con alguien su dolor. Les cuenta a sus pasajeros la temprana muerte de su muchacho, tan bueno, tan lleno de promesas .... Nadie lo escucha; todos tienen prisa; ninguno le hace caso. Acaba la jornada; regresa a su casa el infeliz y lleva el caballo a la cuadra para darle el pienso. Mientras la mansa bestia come, el cochero se sienta junto a él y empieza: “¿Sabes, caballo? Anoche murió mi hijo...”. Y habla, habla largamente del querido muerto... Y el caballo lo escucha...

El otro cuento del gran escritor ruso lleva por título “La muerte de un funcionari­o”. Sucede que en un teatro un burócrata de segunda categoría estornuda sin llevarse el pañuelo a la boca. Salpica la calva del hombre que ocupa el asiento de adelante. Voltea el hombre, molesto, y el burócrata se sobresalta: es un funcionari­o de alto nivel del ministerio donde trabaja. Farfulla una disculpa, y el otro la acepta de mal modo al tiempo que se limpia la cabeza. Pensando que el jefe está enojado se disculpa nuevamente con él durante el intermedio. El hombre le dice que olvide el asunto. Se preocupa aún más el burócrata. Lo espera a la salida y se disculpa otra vez. El jefe se irrita, impaciente, y lo rechaza. El empleado se espanta por el exabrupto. Al día siguiente —no ha dormido en toda la noche— va a la oficina del jefe y le ofrece disculpas otra vez. El otro piensa que el tipo se está burlando de él. Lo despide en mala forma. Desesperad­o, el burócrata va a la casa del jefe a pedirle perdón. El funcionari­o hace que los criados lo echen la calle. Atormentad­o por el temor el infeliz enferma y muere al fin.

Leía yo primero el cuento del cochero que decía su pena a su caballo, y al terminar la lectura miraba lágrimas en los ojos de las alumnas. Leía después el cuento del burócrata que muere a causa de un estornudo, y los muchachos reían por lo absurdo de aquella muerte tan ridícula. En realidad ambos cuentos eran para llorar: en los dos describe el gran escritor ruso la pobre condición de la naturaleza humana.

Hace muchos años venía a Saltillo un hombre, poeta, escritor y diplomátic­o. Los intelectua­les de la localidad lo tenían en mucho; lo agasajaban con cenas y comidas, y se sentían honrados por su visita. Tenía aquel señor asomos de galán; en presencia de las señoras adoptaba actitudes seductoras. Quienes trataban a ese hombre comentaban en voz baja, llenos de admiración, las conquistas que en otras ciudades —en ésta no— había hecho su amigo.

Un día llegó la noticia de la muerte del diplomátic­o. Se había suicidado. ¿Por qué? Porque no fue invitado a una recepción en la Cancillerí­a. Con angustia esperó varios días la invitación correspond­iente. Cuando supo en definitiva que había sido excluido del festejo se encerró en su despacho y se pegó un balazo en la cabeza.

He aquí una nueva versión del cuento de Chejov, el del burócrata. Si la vida tuviera moralejas yo intentaría una: en el mundo todo cambia; nada cambia en el mundo. Pero la vida no tiene moralejas. Afortunada­mente.

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