Vanguardia

Especulaci­ones

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Un solo cuento aparece hoy en esta columneja. Dos inconvenie­ntes graves presenta el tal relato: es de color subido y es machista. ¿Por qué, entonces, se le admite aquí? Porque numerosos cuentos feministas de color subido han visto la luz en este espacio, y era menester buscar la equidad de género. Pese a mis advertenci­as leyó esa narración doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un repentino ataque de pénfigo que la retiró del trato humano durante dos semanas. Las personas con escrúpulos de moralina, o que profesen las doctrinas feministas, deben abstenerse de leer ese vitando cuento, que atenta no sólo contra la moral, sino también contra las buenas costumbres, cada día más escasas en nuestra sociedad… He recordado a la vejezuela que confesaba su pecado: “Acúsome, padre, de que levanto falsos que luego salen ciertos”. Pues bien: algunas lenguas vespertina­s –así decía el general Irineo Rauda por decir lenguas viperinas– afirman que la repentina exoneració­n de “La Maestra”, ahora vehemente morenista, y de varios priistas poco exonerable­s, y la condonació­n de la millonaria multa que a Morena había impuesto la autoridad electoral, son acuerdos de cúpula –con u, por favor– celebrados entre el dueño de ese partido y el primer priista de la nación. La versión difundida por esas lenguarace­s lenguas tiene todos los visos de lo apócrifo, pero el manto de impunidad tendido lo mismo sobre gente del PRI que sobre el partido de López Obrador se presta –y también se da– a toda suerte de especulaci­ones. A lo mejor resulta que ese falso sale cierto, como aquéllos que levantaba la ancianita que he evocado… Viene ahora el cuento que arriba se anunció… Don Leovigildo iba a cumplir años. Su esposa Burcelaga quiso hacerle un obsequio original. Una corbata, por ejemplo. Pensó, sin embargo, que ya le había regalado muchas, las más de ellas de color morado con rayas verdes y circulitos rojos y amarillos. ¿Un suéter, quizá? No: con eso del calentamie­nto global la temperatur­a del planeta está subiendo un grado cada siglo, y al rato ya no se lo podría poner. Una cartera nueva. Tampoco: tenía en tan alta estima la que usaba –regalo de su madrecita santa– que de seguro cualquiera otra la arrojaría en un cajón y se olvidaría de ella. Se le ocurrió entonces una idea: le compraría a su esposo un animalito. Eso le recordaría sus días infantiles y lo ayudaría a olvidar las tensiones del trabajo y las angustias –aún más grandes– del hogar. Fue pues doña Burcelaga a una tienda de mascotas y le pidió al dueño que le mostrara alguna para obsequiarl­a a su marido. Dijo el hombre: “Tengo algo que de seguro le gustará a su esposo”. Lo que le presentó dejó en suspenso a la señora: era una rana de tamaño grande. Preguntó, confusa: “¿Cree usted que a mi marido le gustará una rana?”. “No sólo le gustará –aseguró el sujeto–: lo volverá loco. La rana se llama Mónica Lewinsky”. Nada le dijo ese nombre a doña Burcelaga, pues no estaba versada en historia de los Estados Unidos, Siglo 20, de modo que aceptó la argumentac­ión del vendedor y le compró la rana. El regalo, en efecto, pareció gustarle mucho a su marido, tanto que se encerraba en su cuarto horas enteras con el animalito. Cierto día, en horas de la madrugada, doña Burcelaga oyó ruidos extraños que parecían provenir de la cocina. Fue ahí, y lo que vio la dejó estupefact­a: la rana estaba sobre la estufa meneando una olla, y don Leovigildo sostenía frente a ella un recetario de cocina. Antes de que doña Burcelaga pudiera articular palabra le dijo don Leovigildo: “Estoy enseñando a la rana a cocinar. Si aprende, ve preparando tus maletas”… FIN.

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