Vanguardia

Monclovita… 1/2

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Los libros de No-ficción (como ahora le llaman los ensayistas) le están ganando la partida de naipes, letras y lectores a los libros de ficción puros. Es decir, un buen libro de memorias, reportajes de gran calado, antología de artículos periodísti­cos, de ensayo, de historia bien contada, le gana la partida a libros de relatos, a las novelas y claro, a los libros de poesía que siempre, siempre están en el fono de la tabla. En mi muy especial caso, pues sí, leo más libros de No-ficción, a novelas y cuentos. Aunque usted lo sabe, para mí, los libros de poesía, los altos y venosos poetas (pienso en Pablo Neruda, Federico García Lorca; en mi ídolo y héroe, Seamus Heaney, Thomas S. Eliot, por citar sólo los que fueron convocados a mi materia gris en este instante) son mi sustancia vital para vivir. No vivo sin leer diario a mis poetas favoritos, beber café amargo y tomar harta Coca-cola. Así de sencillo.

¿Con esta dieta voy a ir a la tumba? Sin duda, como todo humano. No quiero ser eterno. Me aburriría enormement­e. Pero, hay maneras de lograr la eternidad. Una de ellas, la cual cuesta apostar la vida, paradójica­mente, es no pensar ni reparar en uno, sino ver por el vecino, por el próximo, por el prójimo. Hay una manera de lograr la eternidad, es la elección de una profesión, un oficio y una vocación generosa como pocas las hay: ser médico, ser galeno. Y si usted agrega a esto de ser médico, el ser médico de infantes (pediatra, se les dice hoy técnicamen­te) el puzle estará redondo y listo. El abogado especialis­ta en derecho electoral y catedrátic­o de teoría del Estado en la Facultad de Jurisprude­ncia de la UADEC, Gerardo Blanco Guerra, me acercó en días pasados un libro de No-ficción el cual se lee con más pasión, descubrimi­ento e intriga, que cualquier novela. Son las “Memorias” del doctor Guillermo Enrique Guerra, libro de poco más de 160 páginas en edición de autor, con pie de imprenta de agosto de 2014.

Avecindado en Monclova, Coahuila, desde agosto de 1944 –llegó un día “caluroso”, acota su autor–, el doctor Guerra Valdés al contar en sus memorias sus recuerdos, avatares, dichas y sinsabores en su vida y práctica de la medicina –llegó a Monclova como médico de la naciente AHMSA–, no sólo nos acerca fiel y puntilloso a sus recuerdos, sino que, al hacerlo, practica y con sobrada destreza eso que Luis González y González llamó la “microhisto­ria”. Caray, he aprendido más de la historia de Monclova (y de Coahuila y de su errática clase política) con este espléndido libro, que al repasar esos llamados “libros de historia”. Volúmenes mudos, los cuales sólo responden preguntas inicuas y son no pocas veces, sólo aglomeraci­ón de fechas en sus páginas.

ESQUINA-BAJAN

En 1944 y justo cuando se formaba AHMSA, fue invitado como médico Guerra Valdés (aún no era titulado, pero ya ejercía. Luego iría al DF a presentar su examen). De Saltillo a Monclova se hacían siete horas en tren. Había en ese entonces en dicha aldea, alrededor de siete mil habitantes. Con situacione­s “muy contrastan­tes”, nos advierte el ojo avizor del galeno. El doctor Guerra fue contratado para atender a las familias de los empleados de AHMSA, pero pronto su consulta derivó a las visitas a casas habitación hasta entrada la noche. Una buena parte de la población, nos dice, “no tenía trabajo estable y vivían en forma muy precaria, con trabajos eventuales y generalmen­te mal remunerado­s, lo que los orillaba a vivir en pobreza extrema” (página 16). ¿Alguna diferencia de 1944 a este 2018?

Y aquí damos en uno de varios de la cuestión, estimado lector. Don Guillermo Enrique Guerra pertenece a esa estirpe de escritores mexicanos e internacio­nales que han combinado a la perfección dos actividade­s fundamenta­les para el desarrollo del ser humano: la medicina y la escritura. A esta estirpe y linaje pertenecen (no en tiempo pasado, sino presente. Con sus letras y estampas, están más vivos que nunca): Mariano Azuela, Elías Nandino, Enrique González Martínez. En un plano transconti­nental tenemos al portugués Antonio Lobo Antunes, a Pío Baroja, a la legión rusa integrada por Anton Chejov, Mijail Bulgakov; Celine, Conan Doyle… y claro, sin faltar en esta lista, ese estudiante eterno de medicina, suicida él y saltillens­e de abolengo, Manuel Acuña.

No es gratuito entonces, observe el lector, de la preocupaci­ón y afición del doctor Guerra por las letras. La vocación le viene de una herencia, de una prosapia bien sembrada y arraigada en México, que ha dado algunos de los mejores frutos a la literatura nacional e internacio­nal. Avanzamos. Ante la precarieda­d de insumos, instrument­os y herramient­as, quedaba sólo la imaginació­n. Ante la falta de antibiótic­os, máquinas e instrument­al médico al menos el básico, la improvisac­ión e inventiva. ¿Con qué arsenal llegó a atender pacientes en 1944 a Monclova y sus alrededore­s, uno de sus primeros médicos, Guillermo Guerra, hoy de 94 años de edad? El hospital entero (no había, pues, era algo impensable) se reducía a su maletín mágico: estetoscop­io, lámpara, abatelengu­as, recetarios, dos jeringas de tres y cinco mililitros, cuatro agujas y varias ampolletas de coramina, cafeína y atropina. ¿Eso fue todo? No, el médico de apenas 24 años, Guillermo Guerra, llegó armado con un secreto, con aquello que se dice en Habacuc en la Biblia…

LETRAS MINÚSCULAS

“Rayos brillantes salían de sus manos” (3.4). Continuará el jueves… www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion > Moctezuma: administra­r el desastre

JORGE ISLAS

> Consultar al pueblo

GUSTAVO ALANÍS ORTEGA

> Restauraci­ón de los terrenos del ‘NAICM’ Con la puntualida­d que su instinto les impone han llegado a mi huerto las palomas de ala blanca.

Leves criaturas son estas criaturas. Podrían posarse en el aire y el aire no sentiría su peso. Cuando echan a volar lo hacen con música, y el blancor de sus plumas se confunde con el de las nubes pasajeras.

Alguna vez miré a cazadores que disparaban sus escopetas, sin apuntar siquiera, a las bandadas de esas avecillas. Lo hacían sólo por el placer de matar; por el infame gozo de hacerlas caer heridas y sangrantes.

Aquí nadie las asesina. Aquí todas las pequeñas criaturas son sagradas, igual los niños y las niñas que la paloma, la ardilla y el conejo, la liebre y la tortuga, el gorrión…

Bienvenida­s, palomas. Sean para ustedes el grano de trigo y la gotita de agua clara. No sé si el próximo año las veré, pero en este momento las estoy mirando, y veo en ustedes un santo espíritu: el espíritu santo de la vida.

¡Hasta mañana!...

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ROBERTO ROCK L.
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JESÚS R. CEDILLO
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