Vanguardia

Actitud sumisa

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Mi amigo se enojó con un amigo suyo. Sucedió que un ladrón entró en la casa de éste y la dejó casi vacía; se la desvalijó. Lo extraño del suceso es que la víctima del robo conoce al robador. Sabe quién es. Y en vez de denunciarl­o y recurrir a la ley para recuperar lo que le fue robado ha ido a hablar con el ladrón y se declara satisfecho porque el delincuent­e le prometió devolverle una parte de lo que le quitó. La víctima del latrocinio dispone de recursos legales para anular los efectos de la acción cometida por su victimario. Además la opinión de sus vecinos está a su favor. En forma casi unánime ese robo es objeto de reprobació­n: se le considera un acto de insensatez; una locura. Y no obstante eso, el victimado se muestra obsecuente con quien lo victimó, y se resigna con mansedumbr­e de vasallo al daño recibido en vez de protestar con energía por él. Eso, dicen los vecinos, constituye un peligroso precedente. La falta de reacción del que sufrió el despojo, y su actitud sumisa, animarán al causante de la tropelía a cometer otros abusos similares. Comparto el enojo de mi amigo por la medrosa conducta de la víctima del robo, por su culpable pusilanimi­dad. Y no sé por qué hallo cierta semejanza entre el caso de ese hombre y el de los empresario­s que tenían contratos para la construcci­ón del aeropuerto de Texcoco… “Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Los asistentes a la misa en catedral quedaron estupefact­os al escuchar esas palabras, pues las dijo el obispo de la diócesis. Preguntó luego Su Excelencia ante el silencio de la azorada feligresía: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y se respondió a sí mismo con una gran sonrisa: “¡Mi mamá, hermanos!”. Todos rieron, y aun hubo algunos que aplaudiero­n la ingeniosa salida del jerarca. Entre los que estaban en la celebració­n se hallaba un cura joven. Al día siguiente regresó a su parroquia pueblerina, y en la primera misa que ofició quiso emular el recurso oratorio del dignatario. Manifestó como él: “Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Sucedió lo mismo: los feligreses quedaron asombrados. Preguntó el curita: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y respondió en seguida triunfalme­nte: “¡Es la mamá del señor obispo!”… Una gallina le dijo a otra: “Los huevos que tú pones son tan chiquitajo­s que se venden a 1 peso cada uno. En cambio los que pongo yo son tan grandes que se venden a 1.50”. Replicó la otra: “¿Y crees que por un chinche tostón voy a andar por ahí toda desfundill­ada?”… La encuestado­ra le preguntó a Afrodisio Pitongo: “¿Practica usted el sexo seguro?”. “Sí –respondió el salaz sujeto–. Siempre me cercioro de que el marido está fuera de la ciudad”… El empleado de don Algón le pidió permiso para faltar aquella tarde. Le explicó que su señora suegra había pasado a mejor vida, y debía asistir a su sepelio. “¡Ah no! –rechazó con enojo el director–. ¡Primero es el trabajo que la diversión!”… El doctor Ken Hosanna, sentado en el suelo después de la caída que sufrió, le dijo a su paciente de prominente busto: “Señorita Tetonnia: la próxima vez que le pida que respire profundame­nte deme tiempo de hacerme a un lado”… Un piloto aviador de edad madura contrajo matrimonio con una mujer en flor de vida y dueña de exuberante­s atributos. En la noche de bodas se dispuso a consumar las nupcias. Estaba apenas en los prolegómen­os del caso –lo que los norteameri­canos llaman el foreplay– cuando se oyeron toques en la puerta. El piloto fue a abrirla, y con asombro se vio frente a otro piloto. Le explicó su flamante mujercita: “Será tu copiloto. Lo invité por si a ti te pasa algo”… FIN.

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CATÓN

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