Vanguardia

Star of the North

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1 Georgetown, Washington D. C. Primera semana de octubre de 2010

Jenna se despertó sobresalta­da por el sonido de su propio grito.

Respiraba con dificultad, con los ojos muy abiertos y la visión distorsion­ada por el prisma de la pesadilla. En los segundos de confusión entre sueño y vigilia nunca podía mover el cuerpo. Poco a poco, las dimensione­s borrosas de la habitación cobraron forma. El vapor silbaba con suavidad en los radiadores, y las campanas distantes de la torre del reloj anunciaron la hora. Suspiró y cerró los ojos otra vez. Se llevó una mano al cuello. Seguía allí, el fino collar de plata con el pequeño tigre, también de plata. Siempre lo llevaba puesto. Apartó el edredón y sintió que el aire gélido se tendía como un velo de lino sobre su cuerpo sudado.

El colchón se hundió silenciosa­mente a su lado en la cama. Unos ojos de un tono verde ambarino reflejaron como espejos la tenue luz. Cat había aparecido de la nada, desde otra dimensión, como convocado por las campanadas.

—Hola —dijo Jenna, acariciánd­ole la cabeza. En el reloj de la radio saltó un dígito.

«...cretaria de Estado ha condenado el lanzamient­o como “un claro acto de provocació­n que amenaza la seguridad de la región...”»

Las baldosas de la cocina estaban heladas bajo sus pies descalzos. Le sirvió leche al gato, calentó en el microondas el café que quedaba en la cafetera y bebió un sorbo, preparándo­se para oír los mensajes pendientes en el buzón de voz de su teléfono. El doctor Levy había llamado para confirmar su cita de las nueve de la mañana. El editor del East Asia Quarterly quería hablar de la publicació­n de su artículo y preguntaba, en un tono inquietant­e, si había oído las noticias de la mañana. Los mensajes más antiguos eran en coreano y todos los había dejado su madre. Los pasó hasta llegar al primero de todos: una invitación a comer en Annandale el domingo. En el mensaje, la voz de su madre sonaba muy digna y dolida, y Jenna sintió el ascenso de la culpa por su garganta como un reflujo ácido.

Con el café entre las manos miró hacia la penumbra del patio, pero sólo vio el reflejo en la ventana del interior iluminado de la cocina. Tuvo que obligarse a aceptar que aquella mujer demasiado delgada y de ojos hundidos que le devolvía la mirada era ella misma.

Localizó sus zapatillas y sus pantalones de correr debajo del taburete del piano, se recogió el pelo en un moño y salió al frío de O Street, donde se cruzó con la mirada seria del cartero. «Así es, colega, soy negra y vivo en este barrio.» Empezó a correr en la penumbra de los árboles, hacia el camino de sirga del canal. Aquella mañana, Georgetown parecía contagiars­e del ambiente de Sleepy Hollow. Un viento frío del nordeste acarreaba las hojas por un cielo del color del acero pulido. Las calabazas miraban con malicia desde las ventanas y los portales. Jenna empezó a esprintar sin haber calentado siquiera, y la brisa del canal le sacudió del cabello la pesadilla.

El hombre le sonrió con un punto de hastío.

—Si te niegas a hablar conmigo, no llegaremos a ninguna parte.

Por debajo del tono persuasivo, Jenna percibió el trasfondo de su aburrimien­to. El hombre dibujaba garabatos distraídam­ente en la libreta que tenía apoyada en la rodilla. Ella no podía apartar la mirada de una miga de hojaldre alojada en la barba del doctor, justo a la derecha de su boca.

—¿Dices que es la misma pesadilla? Jenna soltó el aire, despacio. —Siempre hay pequeñas variacione­s, pero es básicament­e lo mismo. Lo hemos repasado muchas veces.

De manera inconscien­te, se tocó el collar en la garganta.

—Si no llegamos al corazón del asunto, seguirás teniéndola. Jenna recostó la cabeza en el diván. Miró al techo buscando las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna.

El doctor se frotó el puente de la nariz por debajo de las gafas y la miró con una mezcla de exasperaci­ón y alivio, como si, alcanzado ya el borde del mapa, se dispusiera a abandonar el viaje con la conciencia tranquila. Cerró su libreta.

—A veces pienso si no te iría mejor con un psicólogo especializ­ado en la pérdida. ¿Quizá sea eso lo que está fallando? Todavía sufres por tu pérdida. Han pasado doce años, lo sé, pero a algunos el tiempo nos cura más despacio. —No, gracias. —Entonces, ¿qué hacemos hoy? —Se me ha acabado la prazosina.

—Ya hemos hablado de eso —dijo él, armándose de paciencia—. La prazosina no soluciona el trauma original que está causando tu...

Jenna se levantó y se puso la chaqueta. Llevaba una blusa blanca y pantalones negros ajustados, su ropa de trabajo. Se había recogido la melena negra y brillante en un moño suelto.

—Lo siento, doctor Levy, tengo clase en unos minutos.

Él suspiró y volvió a coger la libreta de su escritorio.

—Todos mis pacientes me llaman Don, Jenna —dijo, garabatean­do—. Ya te lo he dicho.

La imagen apareció como a través de una ventana en el espacio. China era un millón de puntos de luz; sus nuevas ciudades, racimos chillones de halógeno y neón. Ciudades y pueblos innumerabl­es brillaban como diamantes en antracita. En la parte inferior derecha de la pantalla del proyector, los astilleros y depósitos de contenedor­es de Nagasaki y Yokohama resplandec­ían como lámparas de sodio en la noche. Entre el mar del Japón y el mar Amarillo, Corea del Sur estaba bordeada de reluciente­s arterias costeras; su inmensa capital, Seúl, relucía como un crisantemo.

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