Nos ‘desimportamos’
Los seres humanos nos hemos encerrado en la indiferencia y el desprecio, que nos lleva a que no nos valoremos entre nosotros mismos
CARLOS R. GUTIÉRREZ
Posiblemente parte del origen de la violencia que padecemos en México (más allá de la impunidad existente) también resida en nuestros deliberados encierros personales, en la indiferencia y el desprecio, en la desvinculación personal y social con los valores fundamentales; tal vez la violencia también provenga de la realidad que, en mucho, nos “desimportamos” los unos de los otros; si esto es cierto, entonces hay que reconocer la decadencia en la formación familiar y, de paso, de un sistema educativo deshumanizado, incapaz de forjar raíces para enseñar a vernos en las miradas de nuestros prójimos, en educar para respetarnos y admirarnos como seres humanos.
Posiblemente, el sistema educativo ha fallado por impulsar la competencia académica, pues la guerra por “ser el mejor” genera un caldo de cultivo para egoísmo, que evita toda forma de colaboración y de solidaridad.
Hemos “levantado el puente levadizo que conduce a nuestras personalísimas almas”. Y aunque las estadísticas demuestran que México es un país mayoritariamente católico, no lo creo, ya que si así fuese no tendríamos las evidencias que, a todas luces, niegan lo enseñado por Jesús.
NARRATIVA…
Las noticias -como los innumerables suicidios que cotidianamente detallan la crueldad social y familiar del ámbito social del país- refieren una guerra que se libra en el seno de las familias y, en este caso, particularmente de familias saltillenses. Todo esto refiere la posibilidad de que podemos, sin saberlo, ser copartícipes o testigos silenciosos y “aborregados” de innumerables formas de violencia y discriminación.
Las noticias que nos abruman (más que la ausencia de gasolina) manifiestan una atroz deshumanización, un desamor social generalizado.
Esta realidad es la narrativa de una sociedad materialista y putrefacta que ya no se espanta de nadie ni de nada, que todo lo acepta, inclusive la violencia, el dolor y la desesperanza de nuestros más próximos. De los que aquí habitan entre nosotros. De nuestros propios vecinos. ESPECTACULAR BELLEZA Siempre he admirado la hermosura que esconden los erizos de mar. Tiempo atrás en este mismo espacio comenté como estos erizos, una vez calcificados, toman la forma de un elegante capullo, cuya presencia oculta, detrás de unas punzantes agujas, resguardan y esconden un inigualable esplendor.
Jamás imaginé que detrás del aspecto peligroso y arisco de los erizos existiera tan espectacular belleza. Nunca pensé que su esqueleto guardara tal excelsitud, orden y originalidad. Igualmente, siempre me ha sido difícil comprender la razón por la cual la naturaleza esconde tantos milagros que generalmente son invisibles a los ojos humanos.
ERIZOS
Luego especulé que, tal vez, las personas somos como los erizos, pues en muchas ocasiones nos dedicamos a construir meticulosamente murallas infranqueables a nuestro alrededor para así aparentar lo que no somos.
En ocasiones somos expertos en construir terribles púas para protegernos de tantas cosas, pero luego, a base de costumbre, llegamos a pensar que así es como en verdad somos y entonces emprendemos nuestras relaciones interpersonales a base de mantener distancias los unos con los otros, renunciando, de paso, a mostrar al mundo, a los otros, los verdaderos y hermosos trazos que cada quien, sin duda, llevamos en el alma.
Tal vez, a medida que crecemos vamos forjando un caparazón repleto de aristas que apartemente nos protegen pero que en realidad lastiman a quienes intentan estar cerca, y en lugar de protegernos nos hace ser repudiados, convirtiéndonos, sin saber, en la misma causa de los rencores, agravios y discusiones que tenemos con los “otros”.
AMENAZADORAS
Existen también personas que tienen el hábito de convertir al “éxito” superfluo -económico, profesional, político o social- en un arma puntiaguda, violenta, y punzante que devalúa a las demás personas. Son las “erizo-personas”, quienes, por decisión propia, se han transformado en seres insufribles, dolientes, agresivos, ignorantes, huecos, pero sobre todo, inhumanos.
Otras púas que fabricamos con facilidad son nuestras creencias que convertimos en verdades absolutas tornándonos intolerantes y discriminatorios, son esas formas de pensar que no dan cabida a los que otros creen, es la soberbia que desintegra todo sentimiento de bondad, justicia y sobre todo de amor.
Amenazadoras también son las púas que nacen de los fracasos y triunfos aparentes y alejan para siempre la aventura de volver a intentar e insistir. Graves igualmente son las aristas que dificultan la comunicación, y esas que se generan por la costumbre de enfrascarnos en la crítica hiriente que esconde la apatía de emprender, eclipsando el sol de la vida.
CAPARAZÓN
Lo triste de convertirnos en “personas-erizos” es que, a diferencia de los erizos marítimos, deliberadamente forjamos nuestras personalísimas púas sin necesidad alguna, tal vez solo como costumbre, o aprendizaje social, pero al paso del tiempo ellas mismas nos secuestran y enmascaran ante la vida y la realidad, separándonos del prójimo; entonces aparece el aislamiento, la soledad, la injusticia y por ende el sufrimiento.
Así, sin saberlo, en algún punto de la existencia, iniciamos un proceso sin fin que encierra al alma entera en una infranqueable barricada, impidiendo toda posibilidad de anchura, de apertura. Así la existencia paulatinamente pierde contenido y todo se transforma en descontento y desencuentro.
El capullo del erizo enseña que también las personas tenemos en el fondo, escondido bajo púas, un hermoso caparazón donde mora el origen de la misma creación, que nos permite quebrar el “desimportarnos”.
PROFUNDIDAD
Sería necesario aprender a distinguir la belleza grabada en el caparazón que es invisible a simple vista e imposible de encontrar si estamos determinados a ver solamente lo malo, lo negativo del mundo y de las personas que nos rodean, si nos empeñamos en observar a través de las gafas oscuras del egoísmo que llevamos dentro. Esta visión cambia cuando abrimos la puerta a la reconciliación, al perdón, la tolerancia, el diálogo y la generosidad.
Sería bueno que las personas viajáramos hacia la profundidad de nuestras propias armaduras; útil sería transitar hacia el corazón para descubrirnos personas, seres humanos; para comprobar que la felicidad se alcanza otorgando el valor a los encuentros, que la felicidad es asequible inclusive ante la presencia del dolor que en ocasiones la acompaña, que ésta es posible cuando llegamos a comprender que no somos felices por lo que tenemos sino por lo que somos… Por lo compartido, por quien nos preocupamos y velamos.
PERO…
Presiento que si emprendiéramos ese viaje, descubriríamos la posibilidad de vivir una existencia más tersa, repleta de emocionantes y vibrantes encuentros, de aprendizajes y plena libertad.
Indudablemente, la naturaleza guarda sorprendentes misterios y enseñanzas. Envuelve bellezas insospechadas, como es el caso del caparazón de un humilde erizo de mar.
Sospecho que esa hermosura también reside en el corazón humano, especialmente en esos que, deliberadamente, se visten y aprovisionan con impenetrables púas de acero que finalmente no son más que requerimientos de amor y cuidados no recibidos, porque el amor todo lo suaviza, todo lo abraza.
Los titulares hoy anuncian noticias púrpuras que se nutren de violencia, desencanto y abandono, todo porque el amor, la capacidad de asombro y el sentido de fraternidad están ausentes en nuestros corazones. Somos espinas. Somos una sociedad deshumanizada.
Pero aún hay una esperanza racional: solo basta sentir vibrar a la naturaleza que nos puebla, la gente buena que nos abriga, los ojos de los más pequeños, de los niños, de esos jóvenes que se desviven por sus ideales y por hacerles un mejor mundo a los “otros”, a sus hermanos, y escuchar las palabras de aliento y sabiduría de los más viejos, de los que han vivido y que aún desean dejarnos un legado de amor y vida.
Existe un camino para retornar a la senda del encuentro: asombrarnos de la belleza de la vida, de la oportunidad de existir; y abandonar así, para siempre, la terrible costumbre de “desimportarnos”.