Vanguardia

De nostalgias y otras inutilidad­es

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

-Tiene fácil el sollozo.

Así decía Rubén Darío de un romántico joven que se echaba a llorar a la menor provocació­n.

Yo no tengo fácil el sollozo, pero sí el recuerdo. Con cualquier cosa se me abre la llave de la recordació­n. Es cosa de la edad, lo sé. Me sucede que no me acuerdo ya de lo que hice antier, pero sí de lo que hice aquella tarde -o noche, más probableme­nte- de hace 40 ó 50 años.

Ayer veía una película en mi casa. La trama comenzaba en el presente y luego retrocedía, por virtud del flash back, a los años cuarenta. Esa ventaja tiene el cine, heredada del teatro del romanticis­mo. Víctor Hugo y sus secuaces se pasaron por donde Petra se pasa el peine el viejo principio aristotéli­co de la unidad del tiempo en la relación dramática. Los autores clásicos disponían sólo de 24 horas para desarrolla­r su trama: en el término de un día natural debían narrar todo el argumento de su obra. Los románticos, en cambio, podían poner: “Primer acto: hoy… Segundo acto: diez años después”. Al principio, es cierto, muchos espectador­es se salían en el intermedio. ¿Quién iba a esperar diez años a que continuara la obra? Pero poco a poco aquella libertad acabó por imponerse. Yo actué en obras cuyo autor, aunque ustedes no lo crean, escribía en el libreto: “Primer acto. Escena primera: en el presente. Escena segunda: en el futuro, o sea después. Segundo acto: 5 años antes de empezar la segunda escena del primero. Tercer acto: cualquier instante

de la eternidad”.

Veía en mi casa ayer una película, dije, y apareció de pronto una escena en la cual el protagonis­ta iba a desayunar. Sacó de la nevera un frasco de leche. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía yo, ni aun en película, uno de esos frascos en que en los años de mi niñez se repartía la leche? Eran de vidrio -el plástico no se conocía aún-, y se tapaban con una ruedita de cartón delgado, color crema. Recuerdo como una música presente el ruido que hacían aquellos frascos al chocar unos con otros dentro de sus cajas de madera con cuadrícula de alambre.

Las señoras dejaban en las ventanas enrejadas las ollas de la leche, y las llenaba el madrugador lechero antes de que luciera el alba. Si nos fijamos advertirem­os en la parte alta de algunas esas rejas -muchas quedan aún, afortunada­mente, en las casas antiguas de Saltillo- una varilla, o un gancho de metal o garabato. Servía para colgar de ahí la olla de la leche, y evitar de ese modo que los aviesos gatos callejeros o los humildes perros sin dueño diésen cuenta del albo líquido. (El albo líquido es la leche).

Ya no hay de aquella leche, la que salía de la ubre de las vacas. Al paso que vamos acabaremos tomando un líquido hecho de polvo y agua que poca o ninguna semejanza tendrá con aquella rica leche que daba una gruesa capa de nata, gala de nuestra gula de ayer. Ya no existen los ranchos lecheros de antes, como “El Refugio”, de don Teodoro Sánchez. Se han acabado ya las villas lácteas. Escucho dentro de mí el sonar de los antiguos frascos, y una vaga nostalgia me invade el corazón. A fin de disfrutarl­a más -la nostalgia es para disfrutarl­a- me preparo un café. Sin leche, desde luego.

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