Vanguardia

Café Montaigne 85

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O bien, estos seres humanos son también los oficinista­s de Mario Benedetti o el México de hoy, preñado de espanto y terror (los decapitado­s a puños) en los textos de Sergio González Rodríguez La única y última frontera está en nosotros: la soledad. El demonio no tiene cuernos, lengua afilada y pezuñas de macho cabrío, no; la soledad es ese demonio al cual todo mundo teme y por eso, la eterna tragedia de buscar compañía, “compañía” la cual ahora son redes sociales. Los hermanos cristianos tan dados a buscar un demonio o un diablo (etimológic­amente, el que divide) en todo, tan dados a depositar en factores externos nuestras penurias y agobios, vienen alertando de algo siniestro: la web, Internet, es el demonio (Kimberly Daniels, en su libro “El diccionari­o sobre los demonios.”) Sin ir tan lejos, aquí adentro, en cada ser humano bulle un caldero hirviente del cual no sabemos ni queremos saber nada: ser nosotros mismos, estar en paz con nuestra soledad. El demonio acusador de la soledad.

Todas las mañanas desde hace años a la fecha tengo mi rutina de vida al despertar: pongo un filtro nuevo y relleno el depósito de mi cafetera con un buen café de grano. Agrego agua purificada y espero. Poco a poco mi habitación, mi recámara se va llenado de ese grato olor a café recién hecho. Mientras tanto, escucho música. Música cualquiera de la radio, sólo para ambientar y sin poner atención en ella. Usted lo sabe, tengo años viviendo solo. Las musas vienen y van y con la cual ahora salgo, pues como siempre, no es de aquí, de este pueblo, sino de Monterrey. Vivo solo, por lo cual sé de mis palabras al hablar de la soledad y del silencio. Luego de encender mi cafetera y esperar mi primer café del día al cual le seguirán en secuencia sorda no menos de cinco tazas más, tiendo mi cama y preparo mi día. Tropiezo con mi sombra no pocas veces. Le hablo. Es lo más recomendab­le dictado por los doctores cuando uno tiene años de vivir solo: hablarle a la sombra en voz alta. Yo le hablo casi todos los días. Somos personas (“personae”, etimológic­amente: “suena por sí mismo”), Duns Scott definía el misterio de la persona como “la última soledad del ser.”

Si no tengo juntas o asuntos de trabajo en el día, sigo andando conmigo mismo. Con mi persona, con mi soledad sonora, para decirlo con el poeta. El día avanza, pero sigo estando solo y en soledad. De hecho, si tengo algún traslado largo, no camino, uso el autobús o combi urbana. Veo rostros a un lado, en mis vecinos de asiento, pero los rostros dicen estar en soledad. No todos, claro. Aquí se manifiesta la proliferac­ión de la masa urbana y esos sentimient­os conocidos como soledad, tristeza, depresión, desdicha, ira siempre ha punto de explotar; desinterés, timidez. Esos sentimient­os los cuales florecen en cualquier humano en cualquier ciudad mediana los cuales retrató ese escritor triste y melancólic­o, Juan Carlos Onetti.

Ya luego, y aquí en México, la migración del campo a la ciudad haría crecer a personajes violentos, sentimenta­les y retraídos (taimados, de plano) de José Revueltas. O bien, estos seres humanos son también los oficinista­s de Mario Benedetti o el México de hoy, preñado de espanto y terror (los decapitado­s a puños) en los textos de Sergio González Rodríguez. Dijo José Alfredo Jiménez en su reconocida tonada: “Las ciudades destruyen las costumbres…” y sí, provocan la más atroz soledad. Hace mucho, mucho tiempo le tememos al demonio de la soledad. Por extensión, al diablo del silencio. El antiguo y bíblico profeta Ezequiel asegura en su libro lo siguiente: Dios encamina a los hombres, a nosotros los humanos, a la soledad del desierto para “litigar con ellos cara a cara.” ¡Ah, palabras sabias!

Tememos a la soledad y al silencio. No hay duda. Es casi imposible lidiar con el silencio y la soledad cuando ésta llega. Si uno (usted) no está a acostumbra­do a lidiar y tenerla de amiga, terminará por devastarlo. Así de sencillo y complicado. Tengo una amiga rara. Cuando periódicam­ente la saludo, ella muy amable, me lleva en su auto o bien, me regresa en su auto a mi residencia. Abordamos su unidad motora de último modelo y el trayecto es una extraña sucesión de estampas sonoras: ella pone su estéreo, instala su “memoria” repleta de canciones y pone una tras otra: pero sólo el inicio de cada melodía… sólo el inicio, pulsa un botón en su volante y enseguida, aparece la siguiente. No escucha una sola canción completa. Sólo los inicios, los escasos segundos de inicio… No está a gusto con nada.

“El prisionero de sus pensamient­os/… escarba en sus heridas…” dicen unos versos atormentad­o y fieles de Octavio Paz. La soledad es eso: escarbar en nuestras heridas. Sin mensajeros, estar con mostros mismos y tener fe. ¿En quién? Pues en nosotros, en nadie más. La fe es tener certeza a pesar de la soledad y oscuridad. No es sentir, sino tener la certeza y conocimien­to de saber. Saber capotear un vendaval, un problema, una enfermedad. Capotear nosotros y nadie más, esa soledad sonora la cual nos habita. Por algo, en la Biblia, el desierto, la aridez es siempre señal de lucha, de entrega, de superar adversidad­es y es donde se forja el espíritu de un guerrero: luchar en una guerra interior, nada más. Aunque tengo años en soledad, de repente, la muy ingrata se me revela y me pone sacudidas de espanto. Es un escorpión dispuesto a lastimar al menor descuido posible.

LETRAS MINÚSCULAS

“En las áridas arenas del desierto mora mi vida…” dice un verso del poeta y escritor Antonio de Galicia y Rivera. Le creo.

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JESÚS R. CEDILLO

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