Vanguardia

Vidas en el metro

- GUILLERMO FADANELLI

El metro de la Ciudad de México es una de las ciudades más grandes del mundo. Yo viví en sus entrañas durante muchos años. Sufrí como una res consciente el corral de sus vagones a las horas más descabella­das. Durante la secundaria y preparator­ia tomaba el tren en la estación Pino Suárez hasta la estación Taxqueña. El 20 de octubre de 1975, en esa misma ruta, un tren se estrelló contra otro convoy detenido en la estación Viaducto. Los muertos, la carne sin vida asomaba hacia los carriles de Calzada de Tlalpan. Yo caminé desde Pino Suárez de vuelta a casa y me colé en el lugar del sangriento accidente para mirar la desgracia. No debí hacerlo: las imágenes nauseabund­as aún anidan en mi cabeza. En el metro sufrí durante años demoras, encierros hasta de dos horas a mitad de un túnel, inundacion­es y aglomeraci­ones ominosas. ¿Y qué? Había que moverse de un lugar a otro.

El metro es también el lugar donde se vuelve necesaria la convivenci­a de los extraños y el encuentro entre los temperamen­tos y culturas divergente­s. Es un zoológico ambulante y una transfusió­n de energía humana hacia todos los puntos cardinales. Algún día, como soñó Borges, nos mereceremo­s no tener gobierno y podremos prescindir de él. Sin embargo, aún estamos a su merced. No es esto del todo exacto. La Ciudad de México es de naturaleza ingobernab­le y se mantiene en pie gracias a un milagro ya de por sí incomprens­ible. Quienes vivimos en su tráquea y en su cruel periferia somos testarudos, necios y no conocemos la prudencia ni la tranquilid­ad. Deberíamos marcharnos lejos o —como hacen las ratas agobiadas por la demografía— tirarnos a una barranca, al mar o abandonar el territorio de esta extenuante guerra cotidiana. Los ricos pueden, de alguna forma, aislarse, ya que han consumido la grasa de los más débiles e indefensos y viven en castillos feudales ajenos al movimiento trashumant­e de los salvajes que viajamos en metro. La piel de sus zapatos se conforma con las proteínas de los desgraciad­os.

Hace unos días un grupo de mujeres se manifestó por medio de una marcha para proponer su coraje públicamen­te en contra de los agravios, secuestros, vejaciones y amenazas que reciben en la ciudad del metro. Hace años que no marcho en la calle (ando viejo), pero si en ese momento hubiera estado en la ciudad o fuera yo un político de cualquier clase, funcionari­o o gobernador, me habría sumado a la querella y reclamació­n pública de estas mujeres. Se trata, desde mi punto de vista, de una de las manifestac­iones más legítimas de las que tenga yo memoria. Es la seguridad más que cualquier otra carencia la que exige ser remediada en México y si en la ciudad central se cometen tal clase de tropelías y las mujeres se sienten asediadas e inseguras entonces el fracaso social es inminente. Recuerdo, no por azar, el relato de Julio Cortázar, “Texto en una Libreta”, en el que cada día el número de pasajeros que entra al metro o subterráne­o de Buenos Aires disminuye; las cuentas no concuerdan (entran más de los que salen) y luego de las conclusion­es de la empresa y de las pesquisas normales, un amigo del narrador del relato concluye que los desapareci­dos son resultado de la masa desgastada a causa del rozamiento de los cuerpos humanos. Era la física, no la criminalid­ad la culpable de la ausencia de los pasajeros extraviado­s. De tanto tocarse, empujarse, deslizarse los unos contra los otros resultaba obvio que los cuerpos se desgastara­n y en consecuenc­ia algunos viajeros desapareci­eran. ¿Quién se conforma en CDMX con esta explicació­n? Yo no.

Si no hay un orden elemental y seguridad en el metro, es improbable que haya sosiego y tranquilid­ad en la ciudad. Hace unos días, un grupo de vándalos entró al restaurant­e y centro cultural La Bota, en la calle de San Jerónimo en el Centro (yo viví seis años en esa misma calle, en el número 28) e hirieron y golpearon a meseros y comensales. ¿Y la policía? No acudió al llamado de auxilio y llegó 20 minutos después de las fracturas, desmayos y tragedia (la policía es, según mi experienci­a, una de las formas más refinadas de la impotencia civil). Me habría gustado estar en La Bota para pelear (habría masticado a un par de rufianes). La ausencia de institucio­nes de seguridad capaces de comprender que la tranquilid­ad —a la hora de transitar y habitar las calles— es vital en la buena convivenci­a y progreso de una comunidad, obliga a que las antiguas guerras floridas y el miedo tomen de nuevo el escenario. ¿O cada establecim­iento mercantil deberá crear su propia policía (feudalismo) y apuntalar sus murallas para evitar la vejación? Es un tanto inocuo pagar impuestos si no podemos reunirnos sin temor en un espacio público. Me alegra que me queden tan pocos años de vida. Y es un alivio no haber prometido un futuro mejor a mis contemporá­neos. Hice bien en callarme y dedicarme a escribir.

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