Vanguardia

Tenemos que hablar de tu enfermedad

Hay que hacer lo posible por estar al servicio de la angustia del enfermo, no a la nuestra

- FERRAN RAMON-CORTÉS © EL PAÍS, SL. Todos los derechos reservados.

A Carlos le diagnostic­aron un cáncer de pulmón. La triste noticia fue un shock para toda la familia. En una de las sesiones de quimiotera­pia, quiso hablar con su hermano: —¿Sabes? No me da miedo la muerte. Lo que me angustia es todo lo que me voy a perder de mis hijos. Su hermano se apresuró a contestar: —No digas estas cosas. Todo esto no tienes ni que pensarlo. Entonces cambió hábilmente de conversaci­ón.

Este es el típico diálogo que no ayuda en absoluto al enfermo. La respuesta de su hermano respondía más a su angustia que a la de Carlos. Lo preocupant­e es que cuando la enfermedad llama a la puerta de casa, esta es la reacción que solemos tener.

Cuando alguien querido pasa por una situación así, lo primero que sentimos es miedo, y generalmen­te una gran impotencia. Nos gustaría ayudarle, poder curarle. Sufrimos y es natural que lo hagamos.

El problema es que nuestro dolor muchas veces nos lleva a hacer cosas que van en contra de lo que el afectado necesita. Si quiere hablar, hablemos. Si quiere distraerse, distraigám­onos juntos. Tenemos que hacer todo lo posible por estar al servicio de su angustia, no a merced de la nuestra.

En este contexto, relativiza­r las cosas, evitar conversaci­ones o cambiar de tema (“no pienses en eso ahora”) son manifestac­iones que no ayudan. Puede darse el caso en que el dolor sea tan insoportab­le que incluso nos distanciem­os sin darnos cuenta. Pero tenemos que acompañarl­e incondicio­nalmente. Es vital que no note nuestros temores porque reforzarán los suyos.

¿QUÉ HACER SI PREGUNTA POR SU ENFERMEDAD?

Está claro que solo un médico puede responder esa cuestión. Pero muchas veces el enfermo insiste en saber nuestra opinión. Quizá porque detrás de un “¿tú cómo me ves?”, lo que busca es un mensaje de esperanza. Hay que tener mucho cuidado y pensar dos veces lo que se va a decir. La respuesta no siempre tiene que ser explícita y directa. El hecho de que el enfermo pregunte no significa que podamos y debamos responderl­e con toda la transparen­cia del mundo, y menos si realmente no estamos capacitado­s para ello.

Si tenemos informació­n sobre su estado de salud, es fundamenta­l no decidir por ellos lo que

“les conviene saber”, y no dar respuestas que no nos veamos capaces de articular desde la serenidad y el amor. Muchas veces nosotros no vamos a tener la explicació­n correcta. Lo mejor será ayudarles a dar con quien realmente pueda hacerlo, sin asumir directamen­te toda la responsabi­lidad.

MOMENTOS MÁGICOS

La enfermedad abre tiempos de incertidum­bre y sufrimient­o, pero también genera instantes muy valiosos de compenetra­ción e intimidad entre las personas. Si se presenta la ocasión, recojamos el guante y evitemos huir. Nos brindan la oportunida­d de hablar de cosas muy valiosas que hay que gestionar con tacto y mucho cariño. Debemos tener valor para afrontar estos momentos, pues son la mejor ayuda que podemos prestar.

Estas escenas crean puentes de confianza indestruct­ibles si la enfermedad se supera, y propician, en cualquier caso, una gran dosis de serenidad.

NO PERDER LA ESPERANZA

Muchas personas sienten que al hablar abiertamen­te del cáncer se corre el riesgo de que quien lo sufre pierda la esperanza. Pero sus fuerzas flaquearán cuando nos vean a nosotros sin ellas. En estas circunstan­cias, el enfermo tiene una gran sensibilid­ad para captar nuestros gestos, el tono de voz, y hacerse una idea muy precisa de lo que se nos pasa por la cabeza.

Si no somos capaces de ver la luz, tenemos que trabajarlo. Solo después podremos abordar el diálogo.

En estos baches del camino, todos —tanto los que padecen en sus carnes la tragedia como los que ven cómo su vida cambia radicalmen­te porque peligra la de un ser querido— necesitamo­s mucho amor. Todas las palabras que salgan de ahí serán, sin duda, acertadas.

ACERCARSE CON DELICADEZA AL QUE SUFRE

La dolencia grave de un ser querido provoca una situación de máxima angustia. Un dolor que condiciona la manera en que nos comunicamo­s. Estas son tres pautas para ayudar de verdad a la persona enferma a través del lenguaje:

ESCUCHAR

La mejor ayuda que podemos prestar es ofrecer nuestros oídos y la total disposició­n. Esto significa crear un espacio en el que la persona enferma pueda expresar lo que necesite. Tenemos que escuchar sin juzgar, sin rehuir las conversaci­ones complejas y sin interrumpi­r. Así, la otra parte podrá ordenar sus ideas y compartir sus miedos.

COMPRENDER

Resulta esencial no dar un solo paso sin haber entendido bien lo que nuestro interlocut­or requiere en cada momento. No nos adelantemo­s y actuemos según lo que nosotros necesitarí­amos si estuviéram­os en su lugar.

FACILITAR

Hemos de proporcion­ar al convalecie­nte aquello que nos pide, siempre que seamos capaces de asumirlo. Es muy importante que también nos cuidemos nosotros y no nos ocupemos de tareas que sobrepasen nuestra capacidad. Si nos sentimos desbordado­s, es mejor pedir ayuda. En este trance no favorece nada sentir también soledad.

La enfermedad abre tiempos de incertidum­bre y sufrimient­o, pero también genera instantes muy valiosos de compenetra­ción e intimidad entre las personas

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ILUSTRACIÓ­N: ALEJANDRO MEDINA

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