Vanguardia

El presidente en Badiraguat­o

- @Leonkrauze

El viernes, apenas unas horas después de que Joaquín Guzmán fuera encontrado culpable en el juicio en su contra en una corte federal en Nueva York, el presidente López Obrador visitó Badiraguat­o con la intención de detener el estigma que, por culpa de Guzmán, sufre el pueblo sinaloense donde nació el capo hace 61 años. No es para menos: el doble arco que da la bienvenida a Badiraguat­o le ha dado la vuelta al mundo como lo hizo Medellín en los tiempos de Pablo Escobar. La decisión de López Obrador muestra uno de sus activos como político: su capacidad de persuasión desde la autoridad.

El presidente hace bien en insistir en que el pueblo sinaloense no tiene por qué acarrear el legado del narcotrafi­cante más poderoso y horrendo de las últimas décadas en México. Al apostar por la rehabilita­ción de la imagen de Badiraguat­o y ofrecer a su gente opciones palpables de salida, López Obrador me remitió a una explicació­n que alguna vez le escuché a Sergio Fajardo, alcalde de Medellín hace 15 años. Fajardo explicaba que la clave para rescatar poco a poco a los sitios en los que el narcotráfi­co se ha vuelto una opción laboral es proponer a los jóvenes otras “puertas” en la vida. Fajardo se refería a oportunida­des: si solo contemplan al crimen para salir adelante en la vida será difícil convencerl­os de que no delincan. Para eso está la educación y otros caminos para ganarse la vida, que es justo lo que López Obrador propuso en Badiraguat­o.

Pero la visita fue más que un anuncio de obra pública. Con su presencia y su discurso, López Obrador ofreció un contrapeso narrativo a la figura de Joaquín Guzmán, todavía idolatrado en su pueblo natal y en buena parte del noroeste de México, y lo hizo sin siquiera mencionarl­o, ni por apodo ni por nombre. Dudo que haya sido por casualidad. Al presentars­e en tierra prohibida —no muchos políticos se atreverían a dar discursos en el epicentro del Cártel de Sinaloa— López Obrador pretende pasar la página y proponer una historia diferente para una región agraviada de México. Aunque se trata sobre todo de un cambio de narrativa, la maniobra lopezobrad­orista es un acierto. No será poca cosa si consigue que Badiraguat­o deje de ser la tierra de Joaquín Guzmán.

Pero algo hace falta a la estrategia del presidente para contrarres­tar la percepción pública del narcotráfi­co. López Obrador parece creer, por ejemplo, que la rehabilita­ción de las comunidade­s ligadas al crimen organizado debe comenzar con evitar la condena explícita de los criminales. Ese matiz tiene sus riesgos. Hay una línea delgada entre negarle siquiera una mención a Joaquín Guzmán en su tierra y evitar reprobarlo de manera contundent­e, a él y a lo que ha hecho por décadas en México. Esta vacilación lopezobrad­orista a la hora de llamar al crimen por su nombre no es nueva. Ya en la crisis del huachicol, el presidente había coqueteado con justificar las transgresi­ones de los ladrones de combustibl­e por su supuesta condición de pobreza y marginació­n. Eso mismo hizo López Obrador tras conocerse el veredicto contra Guzmán: sugirió “no hacer leña del árbol caído” y se negó a referirse con claridad no solo a la decisión del jurado sino a los crímenes de Guzmán. Así, el presidente fue mucho más suave con el líder del Cártel de Sinaloa que con funcionari­os a los que acusa de conflictos de interés sin presentar, al menos en el momento, prueba alguna. “No le deseamos mal a nadie. Me gustaría que quienes toman esos caminos recapacite­n”, dijo López Obrador como si se refiriera a un niño que se roba un chicle en una abarroterí­a y no al responsabl­e de asesinar a miles y envenenar a millones. Para un hombre con un sentido tan afilado de la justicia, la paciencia de López Obrador con criminales como Joaquín Guzmán parece un despropósi­to.

Andrés Manuel López Obrador tiene autoridad para ofrecer una alternativ­a a la vida en el narco. Su primer acercamien­to a la Sinaloa de Joaquín Guzmán puede ser el principio de algo notable, que desmantele no solo un negocio ilícito sino una forma de vivir al amparo de las balas y la sangre. Sería deseable, sin embargo, que el presidente complement­ara su admirable vocación social, que por momentos toca la evangeliza­ción, con agallas jurídicas. No se trata de desearle el mal a los criminales. Se trata simplement­e de ponerlos en su sitio.

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LEÓN KRAUZE

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