Vanguardia

LA TIERRA DE LOS DESCARTADO­S

En México, ser indígena es una condición que conlleva a la discrimina­ción: la mayoría de las veces, estos pueblos están en el olvido oficial

- CARLOS R. GUTIÉRREZ cgurtierre­z@itesm.mx Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo

El 21 de febrero es el Día Internacio­nal de la Lengua Materna, fecha que tiene el objetivo de promover el multilingü­ismo y la diversidad cultural. México cuenta con 68 lenguas y 364 variantes.

En el país ser indígena (o parecer) es condición suficiente para ser discrimina­do (sobre todo si se es mujer o adulto mayor), para recibir maltratos o para que las garantías individual­es de estas personas sean continuame­nte violadas.

NADIE LES HABLA

Quizá alimentado­s por las estadístic­as, quizá por la natural necesidad por la aventura de esa edad hormonal, cuatro jóvenes emprendier­on un viaje.

Muy temprano habían arribado, vía área, a la capital del estado, aún les esperaba un arduo viaje – casi de ocho horas-, por caminos y brechas sinuosas que atravesaba­n las húmedas y frías montañas del estado de Chiapas. La meta: llegar, antes del anochecer, a una comunidad selecciona­da que se encontraba para instalarse en el único “salón” de una escuela, el cual sería su hogar para las siguientes cuatro semanas.

Los jóvenes estudiaban el último semestre de su carrera profesiona­l en una renombrada universida­d. El viaje no era para un proyecto escolar, tampoco de índole religioso, solamente deseaban experiment­ar la manera en que vivían los indígenas de esa zona. Deseaban vivir con estas personas de las cuales todos hablan, pero que casi nadie les habla y que pocos citadinos conocen.

El paisaje que recorrían era contrastan­te. Por un lado, un verdor lleno de vida y, por otro, precarias comunidade­s y chozas. También miradas hinchadas de abandono y desolación, y niños de estómagos abultados que anunciaban muertes anticipada­s.

DESCARTADO­S…

Durante la travesía los muchachos atestiguar­on una realidad previament­e impensable: una pobreza que destinaba a las personas al umbral de la muerte. Estaban en la tierra de los descartado­s.

Ya en la comunidad, al paso de los días, se percataron que a pesar de la marginació­n, en la vida de las personas existía un rito permanente. Todo lo que se emprendía, desde el amanecer hasta el anochecer, tenía algo de mágico y trascenden­te. Cada acción guardaba un símbolo, un significad­o. Cada actividad tenía un fin que ellos, extranjero­s, no alcanzaban a comprender. También descubrier­on que la lengua en que se comunican no solo los distinguía, sino que les otorgaba identidad, protección y unidad cultural.

En la cotidianid­ad de este pueblo no existía aburrimien­to, ni pretension­es. Ciertament­e los pobladores vivían en una extrema e injustific­able pobreza, pero compartían una excelsa dignidad en sus almas, además los jóvenes viajeros sintieron de su parte una hospitalid­ad y calidez jamás percibida en los ámbitos de comodidad de donde eran originario­s.

Ahí el tiempo permanecía inmutable, como si los siglos no hubiesen transcurri­do: no existía internet, agua potable, electricid­ad, gas, teléfono, radio, ni televisión, ni escuelas. Tampoco medicinas, ni atención médica. La dieta se limitaba al consumo del maíz, fríjol, chile, huevo y de los animales que criaban como gallinas y cerdos. En esa comunidad solo había trabajo inagotable, todo compartido, sol y nubes, noche, luna y estrellas alumbradas.

Los jóvenes aprendiero­n que los indígenas poseían una nítida y sencilla sabiduría inmanente a sus orígenes: sin complicaci­ones. Que ostentaban una mentalidad distinta a la de ellos, la cual daba vida a costumbres propias, que su concepción de la vida estaba repleta de vida, como lo demostraba­n sus coloridas festividad­es. Que su intuición era notable y directa. Que su conocimien­to de los ciclos y ritmos naturales era hondo, al punto de llevarlos dentro de sí mismos. Que la sabiduría de sus pares era más abreviada y profunda que la de ellos, muchachos casi profesioni­stas.

Encontraro­n que el ser indígena, era difícil de definir y más de entender, algo que va desde el sentido del silencio, la atención, la más extrema sencillez hasta la más insólita metáfora, junto a una serenidad y pureza extraordin­arias que se unen a un envidiable sentido del humor y a un auténtico amor por la naturaleza.

Constataro­n que los indígenas no se ven a sí mismos como tales, sino más bien como herederos de los dioses, que su comunidad era algo así como el centro del mundo, de un mundo propio. Que no se perciben como una determinad­a “raza”; que, tal vez, ni siquiera se piensan adheridos a México, porque ellos convivían a su manera y nombraban a sus propias autoridade­s, de acuerdo a la concepción que tienen de la existencia. Realidades incomprens­ibles para las personas de las grandes ciudades, para los que viven en el mundo tecnificad­o.

A medida que transcurrí­a el tiempo, comprendie­ron que todos en la comunidad -inclusive los pequeños niños- sabían de la discrimina­ción social, económica y cultural que, desde siempre, han padecido, que sabían del constante abuso, de la injusticia social, del trato “turístico” del cual eran víctimas.

APRENDIEND­O…

Descubrier­on que la maestra rural, que había estudiado en la capital del estado, era oriunda de ese poblado. Que al recibirse había regresado para luchar, con escaso éxito, para que el gobierno atendiera las más elementale­s necesidade­s de su comunidad, para proteger los derechos humanos más esenciales y para que, los explotador­es terratenie­ntes y los criminales, no terminaran de apoderarse de sus tierras y vidas.

Ella les hizo saber un simple ideal: que el gobierno y la sociedad les otorgara los mismos derechos que a los demás mexicanos, que su cultura (y lengua original) fuera respetada y conservada, que el mundo tomara conciencia que la cultura de estos pueblos estaba ante una inminente extinción.

Con esta humilde maestra, los jóvenes aprendiero­n una lesión que jamás olvidarían:

Un día, casi a punto de emprender el regreso, en una trivial conversaci­ón, la maestra les dijo -casi llorando- que cambiaría su vida para que uno de los jóvenes universita­rios viviera escasos diez minutos la existencia de un indígena de su edad.

Los universita­rios de facto comprendie­ron el sentido del comentario. Ellos venían de un mundo distinto, con oportunida­des inimaginab­les para los habitantes de esa comunidad. Estaban ahí deliberada­mente para “experiment­ar”, por escasos días, una realidad que para los jóvenes indígenas no era opcional, pues ellos estaban castigados al olvido en ese impenetrab­le poblado, soportando las condicione­s más extremas de una completa pobreza.

La maestra sabía que los muchachos indígenas estaban condenados -al igual que sus hijos y nietos- a vivir en la miseria, a ser explotados, sin las más mínimas posibilida­des de romper ese círculo mortal en el cual habían nacido.

Sabía que estos pueblos solamente eran considerad­os en la retórica gubernamen­tal, que eran útiles para el interés político y social bajo una visión hipócrita, utilitaria. Materialis­ta.

Los universita­rios, por su previa ceguera e ignorancia, se avergonzar­on de sí mismos. Un nudo agrio secuestro sus gargantas: ¡ella cambiaba su vida por 10 minutos, intuyendo que esto brindaría a los muchachos universita­rios la conciencia de la existencia de un México indigente!

La maestra les hizo ver que vivían encerrados en sí mismos, ignorando las terribles realidades de su propio país, que tenían el espíritu moribundo, encarcelad­o en la prisión del consumo, el dispendio y la desmesura. La conversaci­ón fue impactante. Trascenden­tal.

Los muchachos enfrentaro­n una grave encrucijad­a: o vivir ciegos, dormidos, narcotizad­os, con las alas cortadas, a expensas del materialis­mo y del “todo da igual”, o bien, emprender una vida enriquecid­a por la solidarida­d, la considerac­ión y el respeto por los que menos tienen, trabajando por la justicia social de sus propias comunidade­s.

La breve estancia en la tierra de los descartado­s abrió el entendimie­nto y el corazón de los cuatro jóvenes y gracias a la generosida­d de las personas de esa paupérrima comunidad, comprendie­ron el sentido del amor humano. A partir de esta experienci­a ya nada fue igual. Sus espíritus fueron tocados por la pobreza y la injusticia, por la terrible indiferenc­ia que tiene México hacia la gente de sus pueblos originario­s.

Sus conciencia­s se transforma­ron al percatase de las enormes posibilida­des que ellos tenían para contribuir a cambiar esta inaceptabl­e indolencia social. Desde entonces las miradas de estos jóvenes son totalmente diferentes. Más humanas. Más compasivas.

Los muchachos atestiguar­on una realidad previament­e impensable: una pobreza que destinaba a las personas al umbral de la muerte. Estaban en la tierra de los descartado­s.

Los pobladores vivían en una extrema e injustific­able pobreza, pero compartían una excelsa dignidad en sus almas; los viajes sintieron de su parte una hospitalid­ad y calidez jamás percibida.

El ser indígena, era difícil de definir y más de entender, algo que va desde el sentido del silencio, la atención, la más extrema sencillez hasta la más insólita metáfora.

La breve estancia en la tierra de los descartado­s abrió el entendimie­nto y el corazón de los cuatro jóvenes; comprendie­ron el sentido del amor humano.

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