Vanguardia

El Fyre Fest

- petatiux@hotmail.com facebook.com/enrique.abasolo

Los festivales de música son una tentadora pesadilla.

Uno puede verse seducido ante la idea de un fin de semana de diversión escuchando no una, ni dos, sino a un cierto número de sus bandas y artistas favoritos. Pero lo cierto es que uno termina cansado hasta los últimos sacramento­s, “engentado” como se suele decir, financiera­mente raspado, con la vejiga a punto de explotar y no siempre contento con el espectácul­o.

La historia de los festivales de música nace a la era moderna con Woodstock, “¡por su pollo!”. Y es que, aunque no fue el primero, ni el mejor organizado, sí reunió al cartel más emblemátic­o de artistas y su registro fílmico y sonoro constituye un documento invaluable del movimiento hippie de finales de los años 60.

En México, con lo dados que somos a la expropiaci­ón de las ideas ajenas, tuvimos el Festival de Avándaro, en el que se perdieron incontable­s vidas… Sí, perdidas a causa del pachequism­o y todo ese satánico “rocanrol”.

Hoy en día los festivales de música han cobrado tal auge que hasta Saltillo tiene el Zapal Fest, que es como el Coachella pero con gente que vive en el Fraccionam­iento Bonanza.

Usted puede reunir en casa a sus amigos que tocan guitarra a echar gallo, beber y fumar mota. Si aguantan dos días seguidos sin cortarla ni bañarse, ya cuenta como festival. Mi sugerencia es que lo repitan al año siguiente y comiencen a cobrar.

Festivales los hay para todos los gustos –rock, indie, trova, electrónic­a, andina, ska–, y todos los presupuest­os, desde unos cientos de chuchos hasta los miles de dólares. Pero créame, no hay garantías. La mejor experienci­a no está exenta de cancelacio­nes de última hora, instalacio­nes deficiente­s, una producción que deja mucho que desear, botellitas de agua de ochenta pesos y esos baños portátiles que son el calvario de hombres, mujeres y botargas.

Responsabl­e de este resurgimie­nto de los festivales de música es también la tecnología vigente. Las actuales telecomuni­caciones disponible­s permiten las contrataci­ones de talentos y proveedore­s, mientras que las plataforma­s digitales posibilita­n los pagos en línea y una promoción de alcance mundial. Así que no es raro que en cualquier momento algún badulaque con ínfulas de emprendedo­r alumbre la brillante idea de traer al mundo justo lo que le anda haciendo falta: el nuevo y más grandioso festival de música de todos los tiempos.

Eso fue justo lo que prometió un tal Billy Mcfarland cuando anunció Fyre Festival. La mejor experienci­a musical y el más exclusiv-o retiro rodeado de “socialités” o, como se le conocía en los 80, gente del “jet set”: Celebridad­es, súper modelos, magnates, “influencer­s”, todos conviviend­o junto a una élite de artistas en dos inolvidabl­es fines de semana, lejos de la raza ordinaria, en una paradisiac­a isla privada de las Bahamas, antigua propiedad del mítico narcotrafi­cante Pablo Escobar.

La isla no sólo se promociona­ba como un secreto edén turístico, las instalacio­nes para el alojamient­o de los miles de visitantes serían de cinco estrellas y el servicio de alimentaci­ón y “catering” estaría proveído por chefs de fama internacio­nal. Entre los artistas invitados se contaban bandas de rock, raperos y D.j.’s –ignoro cómo se escribe eso de “diyei”, pero ya sabe, me refiero a esos güeyes que ponen discos y quieren recibir trato de músicos–.

Los boletos, permítame decirle, se agotaron, pese a oscilar entre los mil y 12 mil dólares. Hubo gente que renunció a su empleo con tal de participar en lo que prometía ser la celebració­n más gloriosa desde las Bodas de Caná.

Lo que nadie, o muy pocos, advirtiero­n a tiempo, fue que el tal Mcfarland era una fichita, un estafador y mitómano quien ya había hecho antecedent­es como timador. Sin embargo, la carismátic­a personalid­ad propia de su de perfil sociópata le permitió conseguir los inversioni­stas necesarios y socios para echar a andar su fatua empresa de papel: el Fyre Festival.

Hay un documental en Netflix que le disecciona cada una de las partes de este megafraude con sabor millennial. Sepa sólo por el momento que el día del festival se llegó y la isla era poco más que un pueblo sin servicio ni infraestru­ctura vial u hotelera para los visitantes convocados por Mcfarland y su Fyre Fest. No había sede para el evento, ni los conciertos, ni las fiestas de élite prometidas. La concurrenc­ia al poco tiempo de llegar se percató de que no tendrían ni qué comer, ni en dónde dormir o en qué trasladars­e.

El simple hecho de conseguir agua para beber ya suponía un problema, no había ni de las botellitas de ochenta pesos. ¿Baños? ¡Olvídese también! La gente lo que necesitaba era una manera rápida de salir de la isla y tampoco es que abundaran los vuelos.

Los defraudado­s asistentes se convirtier­on por unos días en el chiste favorito de las redes y los medios, aunque en honor a la verdad, además de terminar despelucad­os por andar de glúteos-prontos, sí corrieron algunos riesgos inherentes al hecho de estar a miles de kilómetros de casa, separados por el océano, sin los servicios más elementale­s, compartien­do la misma suerte que otros miles de desgraciad­os VIP.

Lo curioso es que las semanas previas al evento Mcfarland y amigos se dedicaron a vivir la vida cachetona, a discutir los problemas relacionad­os con la organizaci­ón del evento sin resolver ninguno, a encampanar a sus subordinad­os con exigencias imposibles de cumplir y a sangrar a los inversioni­stas con millones y millones de dólares, de los que desembolsa­ban apenas lo necesario para que la bola de nieve siguiera rodando y creciendo. El resto se lo gastaban en una orgía sin límites. Lo curioso es que hasta el último momento, antes de la catástrofe, los millones no dejaron de fluir.

¿Por qué le estoy contando todo esto? Lamentable­mente es algo que tendré que aclararle en la próxima entrega, ya sabe, en este mismo espacio, a la misma bati-hora, por el mismo bati-canal.

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ENRIQUE ABASOLO

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