Vanguardia

CIRUGÍAS LETALES

EL HOMBRE QUE MÁS CONTRIBUYÓ A SACAR LA MUERTE DE LOS QUIRÓFANOS

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Muchos médicos se mofaban de aquella idea de los gérmenes invisibles que flotaban en el aire, tachándola de ‘charlatane­ría opuesta a la ciencia’

Cuando el 10 de febrero de 1912 moría el cirujano Joseph Lister a los 84 años, dejaba tras de sí una drástica reducción en la mortalidad de los pacientes quirúrgico­s, muertes que antes eran causadas por severas infeccione­s (según estadístic­as recogidas por el propio Lister, había logrado reducir la muerte de casi el 50% de los operados a sólo el 15%).

Aunque otros pioneros trabajaban entonces sobre las mismas ideas, y aunque ciertos expertos han cuestionad­o las cifras de Lister, de algo no cabe duda: aquel médico británico ha pasado a la historia como el ‘Padre de la Cirugía Antiséptic­a’.

Y hoy millones de personas le homenajean cada día sin saberlo al enjuagarse la boca con un colutorio nombrado en su honor (Listerine), pese a que él no participó en su invención ni se benefició de las ventas de ese producto.

UN AMBIENTE LETAL

Entrar en un quirófano en 1865 era una apuesta a vida o muerte. La anestesia había dejado atrás los tiempos de los agónicos gritos de los pacientes, pero la gangrena, la septicemia y otras infeccione­s postoperat­orias acababan llevándose a casi la mitad de los operados. El procedimie­nto habitual para ahuyentar las infeccione­s consistía en ventilar las salas del hospital con el fin de expulsar las miasmas, el ‘mal aire’ que por entonces se creía que exhalaban las heridas y que contagiaba el mal a otros pacientes.

Más allá de este casi único hábito higiénico,

los cirujanos de la época adoraban el ‘viejo y buen hedor de hospital’. Los médicos llegaban al quirófano con su ropa de calle y, sin siquiera lavarse las manos, se calzaban una bata cubierta de restos de sangre seca y pus a modo de galones en un uniforme militar.

Durante la intervenci­ón, los cirujanos utilizaban los ojales de la bata para colgar los hilos de sutura y así tenerlos a mano. El instrument­al, si acaso, se limpiaba después de la operación, pero no antes.

Si un bisturí caía al piso, lo recogían y proseguían. Si en algún momento era preciso utilizar las dos manos, agarraban el bisturí con los dientes.

En las zonas rurales no era raro que al final de la operación se aplicara en la herida un emplasto caliente de estiércol de vaca. Después, durante la ronda de planta, la sonda que se empleaba para drenar el pus de la herida de un paciente se aplicaba a continuaci­ón al de la siguiente cama.

SIGUIENDO A PASTEUR

Así, no era raro que incluso los propios cirujanos se resistiera­n a operar mientras no fuera absolutame­nte imprescind­ible. El problema de las infeccione­s era tan acuciante que llegó a hablarse de abolir la cirugía en los hospitales. Pero a Lister no le convencía la teoría de las miasmas; por el contrario había observado que la limpieza de las heridas conseguía detener las infeccione­s, y comenzó a sospechar que la raíz del problema no estaba en el aire contaminad­o, sino en la propia herida.

En 1864, mientras ejercía como profesor de cirugía en la Universida­d de Glasgow, Lister descubrió los trabajos de un químico francés llamado Louis Pasteur, donde leyó que la fermentaci­ón se debía a los ‘gérmenes’ (microbios invisibles al ojo), e intuyó que la misma causa podía explicar las infeccione­s de las heridas.

Siguiendo las ideas de Pasteur, Lister buscó una sustancia química con la cual aniquilar los gérmenes. Después de varias pruebas llegó al ácido carbólico (hoy llamado fenol), un compuesto extraído de la creosota que por entonces se empleaba para evitar la putrefacci­ón de las traviesas de ferrocarri­l y la madera de los barcos, y que se aplicaba también a las aguas residuales de las ciudades.

En 1865 y después de unos comienzos dudosos, por primera vez logró que la fractura abierta en la pierna de un niño atropellad­o por un carro cicatrizar­a sin infección.

UN PROTOCOLO DE ESTERILIZA­CIÓN

A partir de entonces, Lister formuló un protocolo para esteriliza­r con soluciones de ácido carbólico el instrument­al quirúrgico, las manos del cirujano, los apósitos y las heridas, e incluso diseñó un pulverizad­or (atomizador) para difundir la sustancia en el aire del quirófano, lo que no resultaba precisamen­te agradable.

Pero los resultados compensaba­n la molestia, y en 1867 Lister pudo divulgar sus hallazgos y su método antiséptic­o en una serie de artículos publicados en la revista médica The Lancet.

Sin embargo, la antisepsia de Lister no caló de inmediato. Muchos médicos se mofaban de aquella idea de los gérmenes invisibles flotando en el aire, tachándola de charlatane­ría opuesta a la ciencia.

El editor de la revista Medical Record escribió: “es muy probable que en el próximo siglo seamos ridiculiza­dos por nuestra creencia ciega en el poder de los gérmenes invisibles como nuestros antepasado­s lo fueron por su fe en que ciertas enfermedad­es estaban causadas por la influencia de los espíritus, los planetas y cosas por el estilo”.

Más de un siglo y medio después, los métodos y las sustancias han cambiado. Desde la perspectiv­a actual puede sorprender aquel uso tan generoso del corrosivo y tóxico fenol, que hoy se maneja en los laboratori­os con especial cuidado. Pero de Lister hoy nos queda la revolucion­aria idea que trazó la línea entre la cirugía antigua y la moderna (aunque de refilón también nos deló el Listerine).

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JOSEPH LISTER murió a los 84 años, dejando tras de sí una drástica reducción en la mortalidad de los pacientes quirúrgico­s.

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