Primeros Padres
‘ CATÓN’ CRONISTA DE L A CIUDAD
Los tlaxcaltecas no eran indios corrientes y comunes, sino muy principales y señores. Los españoles no tenían a desdoro emparentar con ellos, y muchos hasta cambiaron el lugar de su morada, mudándose de la villa española al pueblo tlaxcalteca, casi siempre para acogerse al beneficio de que gozaban los llegados de Tlaxcala, beneficio consistente en no pagar impuestos. ¡Ya quisiera yo para mí esa prebenda!
Extendieron sus posesiones los tlaxcaltecas. Las tierras que hoy son de Arteaga les pertenecieron, pero las viudas de los primeros propietarios las vendieron a españoles, uno de ellos con el aventurero nombre de Tenorio. Desde entonces no hubo población de indios al oriente de Saltillo, y sólo en el poniente se quedaron nuestros padres tlaxcaltecas, en el poniente de la ciudad, a partir de la calle de Allende. Por eso hay en ese rumbo tantas calles con nombres como Xicoténcatl, Cuitláhuac, Moctezuma, Ahuizotl, calles que conservan aún esos nombres. La placita que ahora la gente llama “del Mercado”, o “Acuña” por encontrarse ahí la bellísima efigie que en mármol talló Jesús Contreras (un muchachillo confundió al poeta con un pelotero de beisbol, pues vio en el pedestal de otra estatua la inscripción “Al vate Manuel Acuña”), esa placita, digo, se llamó “Plaza de Tlaxcala” antes de que se le impusiera su nombre oficial, que no conoce nadie, y que es el muy grandioso de “Plaza de los Hombres llustres”.
Al poniente también se advierten todavía los últimos
restos de las añosas huertas de los tlaxcaltecas que plantaron con sus manos y que desaparecieron con la agresión violenta de los tiempos. Ahora hay concreto armado y asfalto no siempre bien armado en los sitios donde antes había frondas umbrosas de nogales y canoras aves. También están al poniente de la ciudad el Merendero “Saltillo” y la noble panadería de los Mena, beneméritas instituciones que cotidianamente hacen el milagro de preservar para nuestro paladar y nuestro corazón el pan de pulque, herencia preciadísima en que se fundieron la harina de los españoles y el jugo del maguey tlaxcalteca. Siempre he pensado que el pan de pulque es el manjar oficial del Cielo, si es que en el Cielo comen. Si no, qué lástima y pésame mucho.
Con buena harina estaban hechos y eran de buena masa también los hombres blancos que poblaron Saltillo. Había entre ellos, claro, aventureros desaforados que traían la vida en el filo de la espada, como el lusitano Alberto del Canto. Pero no nos llegó aquella caterva de forajidos que fundaron otras poblaciones, carne de horca, gentuza de mala ralea reclutada entre lo peor de lo peor. Los que aquí llegaron -hombres de nombres muy sonoros: Juan de Erbáez, Baldo Cortés, Cristóbal de Sagastiberri- eran hombres que no tenían a mal encallecer las manos con la azada ni doblar las espaldas sobre el arado para lograr los frutos de la tierra. No había minas aquí, pero hallaron aquellos soldados campesinos el oro de las mieses y la plata de linfas cristalinas para regar sus eras. Se desmintió aquí la frase tan tristemente cínica, aplicada a las exploraciones y fundaciones en la Nueva España, que afirmaba que “Donde no hay plata no entra el Evangelio”.