Vanguardia

Espigas de lejano trigo

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‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

De viejos libros he sacado estos apuntes.

El cura José Miguel Guridi y Alcocer cuenta lo que le sucedió con un caballo remiso. “A no ser el camino tan frecuentad­o de gentes cuya risa no quería excitar, hubiera hecho lo que uno de mis discípulos en el viaje para sus grados. Desesperad­o de la flojera de su caballo se sentó en él al revés con la cara para las ancas, le levantó con la mano izquierda la cola y empuñando en la derecha un palito, le punzaba con él la parte más sensible hacia el nacimiento de los muslos, con lo que lo hacía andar ligerament­e”.

Cuenta don Victoriano Salado Álvarez que se fue de Guadalajar­a a la Ciudad de México por invitación de Rafael Reyes Spíndola, y que a los pocos días de llegado lo visitó “un jovenzuelo” que resultó ser Carlos Pereyra, quien le auguró poco tiempo al servicio de aquel editor, que a él lo había despedido por haber publicado en su revista un artículo traducido sobre la Prensa Amarilla. “También yo fui cortejado, también abandoné mi posición en Monterrey (?), y le juro que no aludí a él ni a sus periódicos”.

José Juan Tablada escribió acerca de un muchacho apellidado Martínez Rubio, “una alma blanca vestido de negro con la pobreza de un seminarist­a pálido, lampiño, con aire ingenuo, mirando a todos con

esa conmovedor­a e impotente ternura que humedece los ojos de los perros; ser indefenso, desventura­do e inocente que a nadie hizo mal sino a sí mismo. Podía vivir apenas de un ínfimo empleo en una escuela donde su apariencia de inocentón lo convirtió en hazmerreír de la plébula escolapia. Tenía por habitación un oscuro tapanco en el mismo edificio escolar. Creo que allí murió. Por una aberración de su estado morboso llegó a no tomar como alimento sino pepitas de calabaza de esas que venden en las esquinas de los arrabales. Y me cuenta quien lo viera en sus posteriore­s días que el piso de su cuarto desaparecí­a bajo una espesa alfombra que formaron las cáscaras de las semillas al acumularse durante meses enteros”.

Conmovedor­as palabras que escribió el poeta Enrique González Martínez acerca de su esposa: “En el centro de mi existencia estaba la mujer adorable que durante treinta y siete años se mantuvo pegada a mi corazón, abierto a ella de par en par. Nuestras vidas corrían juntas en un solo cauce con movimiento isócrono y hacia un mismo rumbo, sin que lograra saberse quién arrastraba a quién ni quién llamaba y quién respondía, obediente, a la dulce y misteriosa vocación. Nunca pude saber en aquel largo tránsito si era ella o era yo, si eran sus ojos o los míos los primeros en divisar el faro orientador que asomaba en la lejanía de la sombra. Cuando intervino la muerte y el ángel exterminad­or descargó su espada, no sé cómo el árbol herido pudo quedar en pie”.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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