LOS ETERNOS DINOSAURIOS
Hay cosas que parecen eternas: ahora el paleontólogo Steve Brusatte repasa en un libro lo que se conoce sobre ‘el auge y la caída de los dinosaurios’, y los científicos involucrados en ello.
Primero que nada, una pregunta.
¿Tenían los dinosaurios la sangre fría o caliente? Aunque parece una pregunta simple, es un duro dilema que lleva décadas dando quebraderos de cabeza a paleontólogos de todo el mundo.
Según la respuesta, la imagen que tenemos de los dinosaurios podrìa cambiar radicalmente. ¿Dependían de la temperatura ambiental para regular su metabolismo y se movían lentamente, como los reptiles y los anfibios? ¿O contaban con un sistema energético cerrado de rápida metabolización, similar al de los mamíferos y las aves?
Con el firme propósito de zanjar el dilema, en 2014 John M. Grady y sus colegas de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque (EE UU) estudiaron a 400 animales —extintos y actuales— y ofrecieron una respuesta salomónica: los dinosaurios habrían sido seres mesotermos; es decir, capaces de regular la temperatura, pero solo hasta cierto punto, sin mantenerla constante (como hacen los mamíferos).
Para dilucidarlo se basaron tanto en la tasa de crecimiento anual del animal, que queda registrada en los huesos, como en los patrones de desarrollo corporal, a medida que crece.
¿ERAN DE CRECIMIENTO ESPORÁDICO?
Los animales de sangre caliente o endodermos tienen un crecimiento diez veces más veloz que el de los ectodermos, que aumentan de tamaño despacio.
Sin embargo, ciertos tiburones, los atunes y las grandes tortugas marinas están en una situación intermedia, que Grady adjudica también a los dinosaurios: ser mesotermos, argumenta, habría permitido a esos animales prehistóricos crecer mucho en tamaño con un costo energético bastante bajo.
Quienes pensaron que con esto se ponía fin a la polémica se equivocaron. Porque un año después otro paleontólogo revisó los datos manejados por la Universidad de Nuevo México y concluyó que los huesos muestran claramente que los dinosaurios eran, a todas luces, animales de sangre caliente.
Michael D’emic, de la Universidad de Stony Brooks (EE UU), argumentaba que Grady y su equipo habían asumido que los dinosaurios crecían a un rango constante cada año, y que eso constituiría un error, ya que probablemente crecían esporádicamente, coincidiendo con los períodos húmedos en los que la comida era abundante.
Revisando los datos con este criterio se deduce que los dinosaurios crecían como los mamíferos y las aves actuales, y que su sangre era caliente. Algo que tampoco termina de convencer a todos los paleontólogos. La respuesta definitiva, por lo tanto, sigue de momento en el aire.
EL DRAMA DE LOS DINOS
Continuemos ahora con los dinos… y los que se aprovecharon de ellos.
En el siglo XIX, dos académicos se enfrentaron en una guerra por encontrar fósiles que los acabó arruinando. Veamos de lo que se trata.
Justo antes de los grandes cambios, lo que está a punto de desaparecer para siempre puede parecer eterno. Hace 65 millones de años, los dinosaurios dominaban el planeta con una infinidad de tamaños y formas, pero de repente, en poco tiempo, la llegada de un gigantesco objeto desde el espacio exterior acabó con casi todos ellos para siempre.
Aquel cataclismo acabó con los Tyrannosaurus rex, los mayores carnívoros que han caminado sobre la Tierra, y los saurópodos, unos animales tan grandes que cuando aparecieron sus primeros fósiles se pensaba que solo podían pertenecer a las ballenas.
Las dimensiones de esos seres despertaron desde el siglo XIX un interés intenso, y su final trágico y abrupto, conocido desde los 80, ha inspirado analogías sobre la fragilidad de especies que aparentemente dominan el mundo.
RAZONES DE PESO
La historia de aquellas bestias asombrosas, que muchas veces se cuenta como algo conocido desde siempre, tiene detrás otro relato fascinante: el de su reconstrucción.
Steve Brusatte, un paleontólogo estadounidense que trabaja en la Universidad de Edimburgo (Reino Unido), cuenta en su libro ‘Auge y caída de los dinosaurios: La nueva historia de un mundo perdido’, publicado recientemente, que durante mucho tiempo, las estimaciones sobre el peso de esos animales, que se podían leer en libros o exposiciones museísticas (¡Brontosaurus pesaba cien toneladas y era mayor que un avión!) eran meras invenciones.
Sin embargo, el ingenio científico ha permitido afinar esos cálculos y muchos otros que se refieren a esos seres. Aplicando el principio de que los animales más pesados requieren de huesos más fuertes para soportar su peso, se ha observado que existe una correlación estadística que se puede aplicar a casi todos los animales vivos, entre el grosor del fémur o del fémur y el húmero y el peso de un animal. A partir de ahí, es posible establecer una estimación razonable a través de los fósiles.
Un Tyrannosaurus podía crecer más de dos kilos al día durante la adolescencia.
En el libro de Brusatte, que es una de las figuras relevantes en la reconstrucción del pasado de la Tierra, se entreveran los conocimientos acumulados sobre los dinosaurios y su tiempo, con las historias de quienes los reunieron.
Muchos de los dinosaurios más famosos, como el carnívoro Allosaurus, los Brontosaurus de cuellos alargados y los Stegosaurus, con sus placas sobre el lomo y espinas en la cola, se han encontrado en un gran depósito rocoso que se extiende por los estados occidentales de EE UU y se conoce como ‘formación Morrison’.
La riqueza de esta región era tal que allí se vivieron enfrentamientos como el que protagonizaron entre 1877 y 1892 Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh en lo que se conoce como la ‘Guerra de los Huesos’.
Esos dos sofisticados académicos empleaban equipos de hombres armados y técnicas que incluían el soborno, el robo y la destrucción de huesos con el fin de desprestigiar a sus rivales. Así las cosas, hallazgos como el del Stegosaurus, fueron extraordinarios, pero Cope y Marsh acabaron arruinados.
LA CANTERA DE WYOMING
El estudio de los dinosaurios nos ha revelado un pasado con dramas abundantes y en el que a veces las desgracias de unos son una bendición para otros.
Brusatte habla de la cantera Howe, en Wyoming (EE UU), una de las excavaciones más productivas de la historia. Allí, en 1934, se encontraron más de veinte esqueletos de dinosaurios y cuatro mil huesos en total.
La posición en la que se encontraban, con sus cuerpos retorcidos, indicaban que aquellos animales murieron en un suceso dramático, probablemente una inundación que les ahogó en fango. La desgracia de los dinosaurios supuso, muchos millones de años después, la felicidad de los paleontólogos.
MOMENTOS CATASTRÓFICOS
Pero los dinosaurios, conocidos
por su final abrupto, también se han beneficiado de cataclismos que aniquilaron a otros grupos de animales.
Hace 250 millones de años, al final del periodo Pérmico, una serie de gigantescas erupciones volcánicas provocó la mayor extinción que ha vivido la Tierra.
Esa catástrofe, como la del asteroide de Yucatán, sirvió para abrir un espacio en el que los antepasados de los humanos pudieron prosperar, y un hueco para el surgimiento de los dinosaurios.
Los animales que aparecieron después han sido algunos de los más formidables que han existido. Según nos recuerda Brusatte, los Tyrannosaurus llegaban a ganar dos kilos al día durante la adolescencia y, asumiendo que, probablemente, tuviesen la sangre caliente, debían comer más de 110 kilos de carne al día. El paleontólogo compara lo inesperado de su final con lo que le sucedió a otro referente en la ciencia de los dinosaurios: el barón Ferenc Nopcsa, un noble nacido en 1877 en Transilvania, cuando aún era parte del imperio Austrohúngaro.
Nopcsa, uno de los mejores buscadores de fósiles de la historia que combinó ese trabajo con el de espía, perdió todas sus posesiones cuando su imperio se desintegró tras la Primera Guerra Mundial. Su palacio, abandonado ahora, recuerda el poder de una familia que se había mantenido durante generaciones y quizá en algún momento pareció eterno.
Estas historias son para el autor de ‘Auge y caída de los dinosaurios’ una especie de advertencia.
“Los humanos llevamos ahora la corona que una vez perteneció a los dinosaurios”, dice Steve Brusatte. “Y estamos seguros de nuestro lugar en la Naturaleza, incluso cuando nuestras acciones están cambiando rápidamente el planeta que nos rodea”. Solo recordemos que ni siquiera una especie tan dominante como la humana está condenada a la eternidad.