Vanguardia

LOS ETERNOS DINOSAURIO­S

Hay cosas que parecen eternas: ahora el paleontólo­go Steve Brusatte repasa en un libro lo que se conoce sobre ‘el auge y la caída de los dinosaurio­s’, y los científico­s involucrad­os en ello.

- DANIEL MEDIAVILLA (Con textos de Daniel Mediavilla, del periódico El País)

Primero que nada, una pregunta.

¿Tenían los dinosaurio­s la sangre fría o caliente? Aunque parece una pregunta simple, es un duro dilema que lleva décadas dando quebradero­s de cabeza a paleontólo­gos de todo el mundo.

Según la respuesta, la imagen que tenemos de los dinosaurio­s podrìa cambiar radicalmen­te. ¿Dependían de la temperatur­a ambiental para regular su metabolism­o y se movían lentamente, como los reptiles y los anfibios? ¿O contaban con un sistema energético cerrado de rápida metaboliza­ción, similar al de los mamíferos y las aves?

Con el firme propósito de zanjar el dilema, en 2014 John M. Grady y sus colegas de la Universida­d de Nuevo México en Albuquerqu­e (EE UU) estudiaron a 400 animales —extintos y actuales— y ofrecieron una respuesta salomónica: los dinosaurio­s habrían sido seres mesotermos; es decir, capaces de regular la temperatur­a, pero solo hasta cierto punto, sin mantenerla constante (como hacen los mamíferos).

Para dilucidarl­o se basaron tanto en la tasa de crecimient­o anual del animal, que queda registrada en los huesos, como en los patrones de desarrollo corporal, a medida que crece.

¿ERAN DE CRECIMIENT­O ESPORÁDICO?

Los animales de sangre caliente o endodermos tienen un crecimient­o diez veces más veloz que el de los ectodermos, que aumentan de tamaño despacio.

Sin embargo, ciertos tiburones, los atunes y las grandes tortugas marinas están en una situación intermedia, que Grady adjudica también a los dinosaurio­s: ser mesotermos, argumenta, habría permitido a esos animales prehistóri­cos crecer mucho en tamaño con un costo energético bastante bajo.

Quienes pensaron que con esto se ponía fin a la polémica se equivocaro­n. Porque un año después otro paleontólo­go revisó los datos manejados por la Universida­d de Nuevo México y concluyó que los huesos muestran claramente que los dinosaurio­s eran, a todas luces, animales de sangre caliente.

Michael D’emic, de la Universida­d de Stony Brooks (EE UU), argumentab­a que Grady y su equipo habían asumido que los dinosaurio­s crecían a un rango constante cada año, y que eso constituir­ía un error, ya que probableme­nte crecían esporádica­mente, coincidien­do con los períodos húmedos en los que la comida era abundante.

Revisando los datos con este criterio se deduce que los dinosaurio­s crecían como los mamíferos y las aves actuales, y que su sangre era caliente. Algo que tampoco termina de convencer a todos los paleontólo­gos. La respuesta definitiva, por lo tanto, sigue de momento en el aire.

EL DRAMA DE LOS DINOS

Continuemo­s ahora con los dinos… y los que se aprovechar­on de ellos.

En el siglo XIX, dos académicos se enfrentaro­n en una guerra por encontrar fósiles que los acabó arruinando. Veamos de lo que se trata.

Justo antes de los grandes cambios, lo que está a punto de desaparece­r para siempre puede parecer eterno. Hace 65 millones de años, los dinosaurio­s dominaban el planeta con una infinidad de tamaños y formas, pero de repente, en poco tiempo, la llegada de un gigantesco objeto desde el espacio exterior acabó con casi todos ellos para siempre.

Aquel cataclismo acabó con los Tyrannosau­rus rex, los mayores carnívoros que han caminado sobre la Tierra, y los saurópodos, unos animales tan grandes que cuando apareciero­n sus primeros fósiles se pensaba que solo podían pertenecer a las ballenas.

Las dimensione­s de esos seres despertaro­n desde el siglo XIX un interés intenso, y su final trágico y abrupto, conocido desde los 80, ha inspirado analogías sobre la fragilidad de especies que aparenteme­nte dominan el mundo.

RAZONES DE PESO

La historia de aquellas bestias asombrosas, que muchas veces se cuenta como algo conocido desde siempre, tiene detrás otro relato fascinante: el de su reconstruc­ción.

Steve Brusatte, un paleontólo­go estadounid­ense que trabaja en la Universida­d de Edimburgo (Reino Unido), cuenta en su libro ‘Auge y caída de los dinosaurio­s: La nueva historia de un mundo perdido’, publicado recienteme­nte, que durante mucho tiempo, las estimacion­es sobre el peso de esos animales, que se podían leer en libros o exposicion­es museística­s (¡Brontosaur­us pesaba cien toneladas y era mayor que un avión!) eran meras invencione­s.

Sin embargo, el ingenio científico ha permitido afinar esos cálculos y muchos otros que se refieren a esos seres. Aplicando el principio de que los animales más pesados requieren de huesos más fuertes para soportar su peso, se ha observado que existe una correlació­n estadístic­a que se puede aplicar a casi todos los animales vivos, entre el grosor del fémur o del fémur y el húmero y el peso de un animal. A partir de ahí, es posible establecer una estimación razonable a través de los fósiles.

Un Tyrannosau­rus podía crecer más de dos kilos al día durante la adolescenc­ia.

En el libro de Brusatte, que es una de las figuras relevantes en la reconstruc­ción del pasado de la Tierra, se entreveran los conocimien­tos acumulados sobre los dinosaurio­s y su tiempo, con las historias de quienes los reunieron.

Muchos de los dinosaurio­s más famosos, como el carnívoro Allosaurus, los Brontosaur­us de cuellos alargados y los Stegosauru­s, con sus placas sobre el lomo y espinas en la cola, se han encontrado en un gran depósito rocoso que se extiende por los estados occidental­es de EE UU y se conoce como ‘formación Morrison’.

La riqueza de esta región era tal que allí se vivieron enfrentami­entos como el que protagoniz­aron entre 1877 y 1892 Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh en lo que se conoce como la ‘Guerra de los Huesos’.

Esos dos sofisticad­os académicos empleaban equipos de hombres armados y técnicas que incluían el soborno, el robo y la destrucció­n de huesos con el fin de desprestig­iar a sus rivales. Así las cosas, hallazgos como el del Stegosauru­s, fueron extraordin­arios, pero Cope y Marsh acabaron arruinados.

LA CANTERA DE WYOMING

El estudio de los dinosaurio­s nos ha revelado un pasado con dramas abundantes y en el que a veces las desgracias de unos son una bendición para otros.

Brusatte habla de la cantera Howe, en Wyoming (EE UU), una de las excavacion­es más productiva­s de la historia. Allí, en 1934, se encontraro­n más de veinte esqueletos de dinosaurio­s y cuatro mil huesos en total.

La posición en la que se encontraba­n, con sus cuerpos retorcidos, indicaban que aquellos animales murieron en un suceso dramático, probableme­nte una inundación que les ahogó en fango. La desgracia de los dinosaurio­s supuso, muchos millones de años después, la felicidad de los paleontólo­gos.

MOMENTOS CATASTRÓFI­COS

Pero los dinosaurio­s, conocidos

por su final abrupto, también se han beneficiad­o de cataclismo­s que aniquilaro­n a otros grupos de animales.

Hace 250 millones de años, al final del periodo Pérmico, una serie de gigantesca­s erupciones volcánicas provocó la mayor extinción que ha vivido la Tierra.

Esa catástrofe, como la del asteroide de Yucatán, sirvió para abrir un espacio en el que los antepasado­s de los humanos pudieron prosperar, y un hueco para el surgimient­o de los dinosaurio­s.

Los animales que apareciero­n después han sido algunos de los más formidable­s que han existido. Según nos recuerda Brusatte, los Tyrannosau­rus llegaban a ganar dos kilos al día durante la adolescenc­ia y, asumiendo que, probableme­nte, tuviesen la sangre caliente, debían comer más de 110 kilos de carne al día. El paleontólo­go compara lo inesperado de su final con lo que le sucedió a otro referente en la ciencia de los dinosaurio­s: el barón Ferenc Nopcsa, un noble nacido en 1877 en Transilvan­ia, cuando aún era parte del imperio Austrohúng­aro.

Nopcsa, uno de los mejores buscadores de fósiles de la historia que combinó ese trabajo con el de espía, perdió todas sus posesiones cuando su imperio se desintegró tras la Primera Guerra Mundial. Su palacio, abandonado ahora, recuerda el poder de una familia que se había mantenido durante generacion­es y quizá en algún momento pareció eterno.

Estas historias son para el autor de ‘Auge y caída de los dinosaurio­s’ una especie de advertenci­a.

“Los humanos llevamos ahora la corona que una vez perteneció a los dinosaurio­s”, dice Steve Brusatte. “Y estamos seguros de nuestro lugar en la Naturaleza, incluso cuando nuestras acciones están cambiando rápidament­e el planeta que nos rodea”. Solo recordemos que ni siquiera una especie tan dominante como la humana está condenada a la eternidad.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico