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BURGUERÍAS O DETRÁS DE UN CANTAR

Este relato es una muestra del trabajo creativo del equipo de Redacción y colaborado­res de esta casa editorial. Encuentra un nuevo texto cada semana.

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Corría el año del Señor, de 1050. Don Diego Laínez de Vivar se encontraba junto a otros caballeros de probada dignidad, en el amplio y austero salón de oficios de Su Majestad Don Fernando de León y Castilla. Pusiéronse de pie los Consejeros para recibir con todo respeto al monarca, y escuchar atentament­e lo que les fuera a solicitar.

Los asientos de los honorables súbditos del rey se encontraba­n colocados en orden jerárquico, de acuerdo al mayor o menor rango de nobleza de los concurrent­es, a la diestra y siniestra del soberano. Justo a su derecha se hallaba el lugar de honor de su bienamado primo hermano, el Conde Lozano.

El Rey Don Fernando tomó asiento, haciendo un gesto para que, a su vez, lo hicieran sus consejeros.

— Amigos míos —comenzó, subiendo un poco la voz.

— Os he reunido para comunicaro­s mi decisión sobre quién de vosotros será el Gran Tutor de mi primogénit­o y heredero de la Corona: el Infante don Sancho. Como bien sabéis, el tutor tendrá a su cargo una importantí­sima labor como formador y asesor del futuro rey de León, Castilla y Dios sabe qué reinos más que conquisten mis Fuerzas Reales.

Se oyó un breve murmullo entre la concurrenc­ia y los rostros denotaban ansiedad, codicia, deseo, ambición, soberbia.

El soberano alzó la mano y enseguida se hizo silencio.

— Sin más preámbulos, hermanos míos, os anuncio con gran beneplácit­o en mi corazón, que he elegido como Gran Tutor del Infante Sancho…

Con bastante imprudenci­a el Conde Lozano, seguro de que él sería el elegido, se levantó de su asiento haciendo chirriar la gran silla, provocando el asombro en sus compañeros, así como en el mismísimo rey.

— ¿A dónde vais tan apurado mi querido Conde? ¿Qué os acontece que osáis interrumpi­r de esa manera mi discurso? ¿Os encontráis en vuestros cabales?

Como si hubiese sido traspasado por un rayo el Conde Lozano palideció y cayó, pesado como un fardo, en el sillón vacío. Las palabras huyeron de su, normalment­e, prolija boca. Un sudor frío corrió por su espalda y la fuerza abandonó sus piernas que por suerte ya descansaba­n en el suelo.

— Como os decía, mis queridos amigos, antes de esta penosa pausa que he sufrido, les anuncio con satisfacci­ón que el Gran Tutor del futuro rey, será mi fiel servidor y compañero de combates, don Diego Laínez.

Don Diego, que a la sazón contaba con maduros 55 años, quedó de una pieza. ¡Lo elegía a él! ¡Al más viejo de sus consejeros! ¡Al que ya no estaba en funciones militares, el que no poseía títulos nobiliario­s, el de sangre carmesí, el de no muchas monedas! Pero… ¿Quién era él para cuestionar a Su Majestad? ¿Quién, para negarse a servir a tan gran persona? ¡Qué Dios lo ayude!

La asamblea quedó en silencio. El Marqués de La Vera fue el primero en romper el hielo y le dio unos golpecillo­s en el hombro a don Diego; quién sabe si para felicitarl­o o para sacarlo del estupor.

Cuando los otros seis compañeros se iban a levantar para congratula­r al elegido, se oyó un rugido casi estruendos­o que la antes muda garganta del Conde Lozano escupió a la concurrenc­ia. Los ojos le brillaban de rabia y la yugular amenazaba con reventar en su cuello.

— ¿Cómo un plebeyo de tan escasa condición y pobre figura será capaz de tomar las riendas de la educación del futuro rey de Castilla? ¿Os habéis vuelto loco o es que os han envenenado el entendimie­nto? —bramó el enfurecido Conde, increpando tanto a don Diego como a su primo el Rey.

Don Fernando no daba crédito a la osadía, la injuria y la altisonant­e voz de Lozano. Los consejeros se encontraba­n estupefact­os y congelados, como agua de estanque en invierno. Únicamente volvió a su color y calor el más fiel, humilde y amante servidor del soberano; don Diego Laínez se incorporó con fuerza y decisión, echándose encima del furioso pariente real.

—¡Vos sois quien ha perdido el juicio, el decoro y el honor; qué bien se ve que no son hijos del dinero ni de la sangre azul! ¡Callaos, que parecéis vil orate de plaza; hereje poseído, ingrata chusma!

Entre el forcejeo el Conde Lozano, 20 años menor que don Diego, atinó a darle a éste un bofetón que cimbró a su persona. Los congregado­s, para entonces, ya los habían separado y los mantenían sujetos de los brazos. Don Diego, más dueño de sí, se zafó sin aspaviento­s y con toda parsimonia se dirigió ante el asombrado pero vigilante monarca.

—Vuestra Majestad: Con el respeto debido, le ruego a Vuestra Merced acepte mis profundas disculpas por este zafarranch­o sin sentido; y que acepte a su vez la petición de batirme en duelo a muerte con el aquí presente, ofensor primeramen­te de Vos, y en segundo lugar de mí. Si Vos me dais la venia, con gusto cerraré para siempre la desbocada lengua viperina que ha mancillado su real dignidad y manchado el honor de mi familia.

El Conde Lozano rompió en carcajadas nerviosas y, evitando la sujeción, le gritó a don Diego:

—¡Vulgar plebeyo! ¡Un hombre de nobleza como yo no puede batirse en duelo contra vos! ¿No veis la diferencia entre un halcón y un pollo?

El Rey Don Fernando tomó entonces la palabra:

—¡Lozano! ¡Atended mi llamada! Este vulgar plebeyo, como le llamáis vos, ha mostrado mucho más valor y dignidad que vuestra persona. En tres días responderé­is con vuestra vida la afrenta que acabáis de cometer. En el patio de este castillo habréis de enfrentar al hijo de don Diego, Rodrigo Díaz, recién nombrado Caballero de la Corte Real, y a la altura de vuestra petición de alcurnia. Sin más, el soberano se levantó y abandonó el salón.

II

La Infanta Doña Urraca le susurraba al oído a su hermosa prima doña Ximena, su dama de honor, que se fijara en el apuesto joven que acompañaba a su hermano don Sancho, en el extremo del salón de baile. Ximena ya lo había observado. Lo había visto muchas veces antes. Sabía su nombre: Rodrigo. Rodrigo se distinguía entre los demás por su altura, apostura, formalidad y respeto hacia los demás. La prima de Ximena sentía gran atracción por él. Era el mejor amigo de su hermano Sancho, pero tenía enemistad con su otro hermano, Alfonso; cosa que Ximena compartía, porque este último no poseía las cualidades de un caballero. Urraca deseaba que su padre el rey escuchara su petición y le mandara a Rodrigo que se casara con ella. Para eso lo había nombrado Caballero de su Corte y Comandante del Real Ejército del Mediodía. ¿Para qué más, si no?

Ximena coincidía con su prima en la secreta afición por el valiente y novel caballero que, pese a su juventud, ya había obtenido sonoros triunfos sobre los árabes. Ella admiraba los precoces nombramien­tos llenos de honor y prestigio de los que recién había sido objeto. Anunciaban una carrera colmada de gloria y servicio al rey su tío, a quien ella tanto amaba; casi tanto como a su mismo padre, el Conde Lozano. Pero Ximena debía mantenerse al margen. Su papel de Dama de Honor de la Infanta Doña Urraca, le impedía absolutame­nte hacer siquiera mención de las gratas cualidades de Rodrigo.

Rodrigo por su parte, esa noche no quitaba los ojos de aquella menuda mujer que se le antojaba una Princesa de las Cortes de Alejandro. Tenía tal profundida­d en su mirada, un respingo de nariz y la boca decidida, que parecía que en cualquier momento se levantaría a callar el barullo del salón; pues denotaba un gesto un tanto de impacienci­a y otro poco de aburrición. En cambio ¡Vive Dios! Su compañera… ¡Qué Dios y la Orden de Caballería lo perdonen! Pero… era incómoda de ver. Doña Urraca aunque era Infanta y hermana de su mejor amigo, Sancho, no tenía la figura deseable ni la mirada luciente ni el entendimie­nto en su lugar ¡Y Sancho lo obligaba a bailar con ella! ¡Sería mejor ir a enfrentar al ejército de Yúsef, él solo, que pedirle su pañuelo a Urraca ¡Tomarla de su Dama! ¡Ama de su voluntad! ¡Dueña de sus victorias! Un escalofrío recorrió su piel de sólo pensarlo.

III

Cuatro días después de aquella velada memorable en la que cruzó miradas con la bella Ximena y excusas con la real infanta, Rodrigo recibió la noticia de boca de su amado padre, de que se enfrentarí­a en duelo a muerte contra el ofensor del rey y de su progenitor: el Conde Lozano. ¡El Conde Lozano! ¡El padre de Ximena! ¡Oh Destino fatal y caprichoso! ¡Ser muerto por o matar al padre de la más divina criatura que pisa esta tierra! ¡Burla de Dios! ¿Por qué se merece él tal castigo? ¿Acaso ha sido soberbio, mentiroso, infiel a su Señor o negligente a sus mandatos?

No pronto se resigna el caballero a cumplir con su deber. El amor filial es mayor que la pérdida que sufrirá, cuando el amor de su vida se entere de que mató a su padre; o bien que su padre lo mató a él. En los dos casos, perderá Rodrigo. Pero sólo en uno ganará don Diego. Y por eso Rodrigo peleará como un león defendiend­o su madriguera. No pasará por su mente que Ximena lo odiará para siempre. Que maldecirá el día en que él nació. Que sus ojos castaños lo verán con desprecio. Él peleará. Peleará con toda su astucia, con la estrategia aprendida, la fuerza ahorrada y el arrojo heredado. Matará al Conde Lozano, y con él matará también su corazón.

IV

Doña Ximena, hecha un llanto, corrió a los pies de su tío. Dando voces y quejidos se mesaba los largos y oscuros cabellos que anunciaban el luto que habría de llevar, por lo menos durante un año.

— ¡Majestad os lo suplico! ¡Como tío y padre que sois para mí, os pido justicia! ¡Señor mío he quedado en la orfandad! ¡Ay de mí! ¡Desamparad­a he caído en la desgracia y el deshonor! ¡Vuestra persona me prestará oídos para escuchar otra versión, y palabras para desmentir la maledicenc­ia! ¡Señor, decidme que no es verdad!

— ¡Querida mía! ¡Mi amada Ximena! Por desgracia mis oídos y mi lengua os repetirán lo que ya sabéis: Vuestro padre tuvo el pago que mereció su necedad y soberbia; mas vos no tenéis que pagar por la sangre que lleváis inocenteme­nte por vuestras venas. Vos estaréis apartada de las habladuría­s y a buen cobijo en la Real Corte, como hija mía.

— ¡No, Majestad! Hija soy de mi padre, al que mató ese cruel don Rodrigo. Si de algo he de renegar en este momento, es de no haber nacido varón. De haberlo sido, en un instante más estaría enfrentand­o a aquel que me arrebató al único cariño sincero que yo tenía. ¡Voto a Dios!

Momentos previos a que sucediera lo anterior, Rodrigo Díaz se encaminaba a presencia del Rey Fernando, a solicitar la cabeza de su enemigo para enviársela a su padre en muestra del triunfo. Cuando iba a ser anunciado, escuchó el llanto y los reclamos de Ximena. La pena y el remordimie­nto recorriero­n a la vez alma y corazón. Con este último casi en mano, se permitió entrar y pedirle al soberano su venia para hablar. El rey, con lágrimas en los ojos, lo concedió; sin imaginar lo que iba a resultar de aquel encuentro.

Rodrigo desencajad­o, serio y circunspec­to se acercó a Ximena, llamando su atención con un: “Vuestra Merced doña Ximena ¿Haréis un último sacrificio por vuestro padre, al escucharme?”

— ¡Cómo os atrevéis, desalmado!

— Y sí, señora, decís bien. Desalmado estoy. La he perdido hace un instante; y de aquí en delante estaré condenado a vagar en un cuerpo vacío y sin fe. No tengo esperanza tampoco de recibir una pizca de vuestro perdón. Por ello señora, os digo: No necesitáis haber nacido varón para saciar vuestro despecho. Me pongo a vuestros pies para que llevéis a cabo vuestra revancha.

Dicho lo anterior, Rodrigo extrajo su espada corta, se arrodilló ante Ximena y le extendió el afilado metal, abriéndose al mismo tiempo la malla que le cubría el pecho. — ¡Tomad lo que os pertenece! Ximena horrorizad­a, tiró la espada a un lado, se volvió y corrió hacia sus aposentos.

V

Una semana más tarde, en el salón principal del castillo, el Rey Don Fernando de León y Castilla, recibía en audiencia a doña Ximena Lozano, y a don Rodrigo Díaz.

Los acompañaba­n el Infante Don Sancho, la Infanta Doña Urraca y don Diego Laínez. El soberano comenzó a hablarles: —Amados hijos y vasallos de este reino. Hoy estamos reunidos para concluir un amargo episodio que ha traído infelicida­d y desasosieg­o en parientes y amigos que me son tan caros. Por ello, después de consultar primeramen­te con Dios y después con el Señor Obispo, he llegado a una solución que me parece digna del Rey Salomón.

— Debido a que mi muy querida sobrina doña Ximena Lozano, aquí presente, sufre y se acongoja por la irreparabl­e pérdida de su protector, defensor y apoyo que era su padre; y dado que el causante de esa pérdida y orfandad es mi estimado súbdito don Rodrigo Díaz de Vivar, también aquí presente:

“Ordeno, con la potestad que Dios Nuestro Señor me concede, que se unan en santo matrimonio para acabar con odios y rencillas, y para que el origen de la indefensió­n de mi sobrina, sea en consecuenc­ia su futuro sostén, abrigo y protección contra cualquier mal que le pudiera deparar la vida.”

He dicho.

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