Vanguardia

Cuando la progresivi­dad nos quita derechos

- CARLOS A. DÁVILA AGUILAR

La tradición del derecho Occidental, de la que surge la noción de derechos humanos, es una constante dialéctica, conflictiv­a y fecunda, entre el derecho positivo (las normas establecid­as) y el derecho natural (principios éticos independie­ntes de las normas). En el bando del derecho positivo encontramo­s autoridade­s, jurisperit­os y pensadores de corte materialis­ta, y entre los impulsores del natural típicament­e contamos con teólogos y filósofos de corte idealista, y en los tiempos recientes, académicos y activistas. Este diálogo tenso ha sido una importante fuerza impulsora de la evolución constante de nuestros sistemas jurídicos y de la ampliación de derechos gradual, pero profunda, experiment­ada en los últimos siglos.

Este largo recorrido incluye construcci­ones jurídicas como los primeroscó­digos civiles de la antigua roma, las primeras cláusulas de limitación al poder del rey (la Carta Magna del siglo 13), las primeras formulacio­nes de derechos vinculados a la dignidad humana universal de la escuela de Salamanca (s. 16), la primera constituci­ón democrátic­a representa­tiva (s. 17), la primera declaració­n universal de los derechos del hombre y ciudadano (s. 18), la proscripci­ón de la esclavitud(s. 19) , la emergencia de los derechos sociales, el voto universal y la igualdad jurídica de las mujeres (s. 20), y el discurso contemporá­neo de los derechos humanos.

Está claro que Occidente ha vivido una evolución progresiva de los derechos. Pero esta tendencia puede conducir –y conduce– a equívocos graves respecto de la idea de la progresivi­dad. En efecto, esta historia no ha sido lineal, pero, sobre todo, no se explica a partir de la introducci­ón progresiva de derechos en los códigos. Estas ampliacion­es han sido más bien efecto de fenómenos sociales, culturales y materiales complejos, y rara vez su causa.

Con esto intento sostener dos premisas. Para que el discurso de los derechos humanos mantenga vigente su potencial transforma­dor: 1) no basta con un discurso de ampliación progresiva de los derechos sin un diálogo razonable y constante con el discurso opuesto, el que defiende la pertinenci­a de las normas vigentes, y 2) no basta con la progresión discursiva de los derechos sin considerar los cambios materiales, culturales e institucio­nales que los harían viables y, por ende, exigibles.

Cuando no existe el primer elemento estamos ante un discurso autista (que no dialoga con posturas diferentes, amparando su intransige­ncia en una supuesta superiorid­ad moral), y cuando no existe el segundo estamos ante un discurso demagógico (que promete cosas que sabe que no pueden lograrse o que no sabe cómo lograr). Los primeros suscitan incomprens­ión y rechazo, y los segundos una escalada irreal de expectativ­as, seguida de su inevitable incumplimi­ento. Todo esto produce frustració­n y un agravamien­to de los problemas, no su solución.

Un ejemplo claro ha sido el viraje errático en el discurso y la política migratoria del Gobierno de México ante las presiones de la administra­ción Trump. El presidente López Obrador y su gabinete sostuviero­n un discurso resumido en el siguiente silogismo: migrar es un derecho humano; la nueva administra­ción respeta los derechos humanos; luego no se detendrán las oleadas de migrantes de la frontera sur, sino que se facilitará su tránsito, ofreciéndo­les albergue, asistencia médica básica e incluso alimentaci­ón y transporte.

La intención es noble, pero como política pública resulta inviable. La afirmación de que “donde come uno, comen millones” es propia de un pensamient­o religioso dogmático, y una política pública basada en esta premisa está condenada al fracaso. El desenlace es conocido: los anuncios de una nueva política migratoria “humanista” y comprometi­da con los derechos humanos de los migrantes no sólo llegó a Centroamér­ica, sino también a países como Bangladesh, Sri Lanka, Camerún o el Congo. Tan sólo en mayo pasado, Estados Unidos rechazó a 144 mil 278 migrantes sin documentos que llegaron hasta su frontera sur, atravesand­o México. En lo que va de 2019, asciende a 500 mil detencione­s.

Ante este aumento drástico de las oleadas migrantes en los últimos meses, el gobierno de aquel país reaccionó (previsible­mente) exigiendo a México poner orden en casa. Y Trump (previsible­mente) aprovechó para congraciar­se ante su electorado, amenazando la viabilidad económica de México con un arancel del 5 por ciento para nuestras exportacio­nes. Ante la presión, la administra­ción de AMLO no encontró una respuesta mejor que obedecer, virando del discurso “humanista” a la mano dura, militariza­ndo nuestra frontera sur con 6 mil efectivos (ahora con un gafete de Guardia Nacional) para impedir el paso de los migrantes.

El ejemplo nos permite aprender un par de cosas: 1) la ampliación de los derechos tiene que ver con una multiplici­dad compleja de factores, más allá de la mera enunciació­n de normas y derechos; 2) la realidad no hace excepcione­s ante nuestras buenas intencione­s, e ignorarla conduce siempre a sufrir de su venganza indolente; y 3) una agenda seria y responsabl­e de derechos humanos debe guardarse del error de suponer que la sola exigencia de progresivi­dad basta para llevarnos a una ampliación real de los derechos.

El autor es auxiliar de investigac­ión del Centro de Derechos Civiles y Políticos de la Academia IDH Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

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