Vanguardia

La Casa Roja

- ESPERANZA DÁVILA SOTA

No sabemos si el incendio que consumió sus entrañas dará fin a un capítulo de la crónica local.

Ahí está, en la memoria, la imponente presencia en la esquina de arriba de la Alameda, en Purcell y Ramos Arizpe. Recostada sobre levante, mira hacia el atardecer, iluminada por los últimos rayos del ocaso saltillens­e. La casa del gobernador Nacho Cepeda.

Dicen que su arquitectu­ra es muy ajena a la de Saltillo. Yo no sé, pero la Casa Roja es una parte entrañable del paisaje saltillens­e. Es y será siempre un referente urbano. Enclavada en la esquina de una calle protagonis­ta en la juventud de muchos, donde acaba la cuadra que recorríamo­s de arriba a abajo durante el ejercicio de “la vuelta a la Alameda” los domingos de nuestra adolescenc­ia, nunca nos pareció tan diferente. No reparamos en que su estilo era tan distinto al de los chalets tipo california­no que le seguían hacia el norte, rumbo a la Guacamaya en la esquina de Victoria. Sí era diferente el local del Pic-nic, un jacalón levantado en los sesenta en el jardín a un costado de la casa. Ahí bailábamos en las fiestas rock y twist al ritmo de los conjuntos del momento, y también al son de las románticas canciones de Los Picolines, Los Panchos y Los Químicos.

Durante un siglo, la casa de Nacho Cepeda ha sido un referente urbano tan familiar a los saltillens­es como los edificios de la Normal, el Ateneo, el Hotel Arizpe, la Escuela Coahuila o Miguel López y cualquier otro punto de un Saltillo que hace 50 años apenas si llegaba a la colonia República, el Ojo de Agua, la calzada Urdiñola y el panteón de Santiago, y apenas rebasaba los 120 mil habitantes.

Hoy miro el esqueleto de la casa consumida por el fuego y creo adivinar una figura entrañable que sube los escalones de la entrada. Es don Federico

Uribe, psicólogo y filósofo notable, director de las Facultades Universita­rias de Saltillo, antes Universida­d Jaime Balmes, cuya sede era la Casa Roja. Imborrable­s los encuentros de los profesores en una pequeña mesa en la terraza posterior y las reuniones en la sala

de juntas o en la dirección. De entrañable memoria Jorge Fuentes Aguirre, Ariel González Alanís, Orlando

Salvador Rendón… El doctor Uribe no sólo presidía las reuniones, derramaba generosame­nte su erudición en quienes le oíamos. Todavía hoy puedo ver de lejos una escena de la casa: estamos en el portal junto a la puerta principal, hablando las lecturas del momento. Como en competenci­a surgen de labios de uno y de otro los títulos: Ecué Yamba Ó, Viaje a la semilla, El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El siglo de las luces, Concierto barroco… Alguien se acerca y dice: si no los conociera, pensaría que son de otro mundo. Gratas memorias de la casa del gobernador Nacho Cepeda. Ojalá no tengamos que decir “ahí estaba” después del fuego que consumió sus entrañas, sus pisos, sus techos artesonado­s y escaleras, y llegó hasta el sótano.

Ariel Gutiérrez Cabello, acucioso investigad­or de la historia local, me facilitó los siguientes datos sobre la Casa Roja: la mandó construir Francisco

Ernesto Salas López, ingeniero en máquinas, nacido en Saltillo en 1884. Era hijo del próspero comerciant­e Daniel Salas, establecid­o en el último tercio del siglo 19 en la esquina de Allende y Galeana, hoy Aldama. Francisco Ernesto contrajo matrimonio en 1909, en Bruselas, Bélgica, con Margarita María Loyens, natural de Lejia, y procreó tres hijas: María Luisa, nacida en Saltillo en 1910, y Herminia y Carmen nacidas en Lieja en 1913 y 1919 respectiva­mente, lo que hace pensar que la pareja volvió a Europa probableme­nte huyendo de la revolución mexicana y regresó a la ciudad unos años después.

Construida por la familia Salas Loyens, el verdadero legado de la Casa Roja es de la familia Cepeda Flores que la conservó durante casi 75 años. No sabemos si el voraz incendio del pasado jueves 18 que consumió sus entrañas y dejó retorcidas sus balaustrad­as, dará fin a un capítulo de la crónica local.

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