Vanguardia

Ser, tener y… comer 3/5

- Jesús R. Cedillo

Estimado lector, ¿nómbreme usted un científico el cual usted hoy recuerda en este preciso momento de leer estas notas? Ignoro cuál dijo (Newton, Telsa, Hawking…), pero sin duda, también vino a su mente Albert Einstein. Sí, el gran Einstein y aquella cara sonriente sacando la lengua al fotógrafo en turno y sus pelos siempre en rebeldía, jamás peinados ni en su sitio. Sí, el gran científico autor de la famosa “Teoría de la relativida­d” de la cual me declaro totalmente neófito. Acción unánime: si usted tiene un hijo, juro que usted y su familia abogaría porque su niño fuera un segundo Einstein. Alemán él, nació en 1879 en Ulm, zona cercana lo mismo a Suiza que a Francia. Esto fue en su niñez, aunque luego y usted lo sabe, viajó por todo el mundo y se avecindó en los Estados Unidos.

¿Tuvo algo qué o mucho qué ver la alimentaci­ón de Einstein en su formación como científico? Sin duda, sí. Lo hemos repasado varias ocasiones: somos lo que comemos. Por lo tanto, en esta parte del mundo donde nació el niño y joven Albert, nos cuentan los biógrafos y en esos tiempos, se comía jamón, harto jamón; sopa de caracoles, ensalada de papas. De postre se estilaba un pastel de frutas (cereza, manzana). Común eran las salchichas ahumadas, requesón, el famoso “Strudel” de manzana e insisto, variedad de salchichas muy socorridas y nativas de esa zona.

Luego su familia se mudó (1894) a Pavia, cerca de Milán, Italia. Allí el mismo científico habla de su gusto y afición por la pasta italiana: tallarines y espagueti. Sin dejar de lado el buen vino y el arroz. Trotamundo­s, luego de esta estancia italiana, se fue a estudiar a Suiza donde se cultivó en Física.

Por esta época (1896) se cuenta que Albert tomaba lo mismo café o infusiones té. O las dos bebidas al mismo tiempo. Pero su pasión al parecer reposaba en el té. Hoy en día en Checoslova­quia hay una empresa de infusiones de té, Dr. Popov, la cual ha bautizado a una de sus infusiones muy vendidas, la cual tiene como destinatar­io el mercado estudianti­l, le han bautizado como “Té Einstein.” Ya luego vendría su periplo y exilio por América, un viaje a Japón (sin duda, bebió sake) y España y claro, su residencia definitiva en EEUU. Al final de sus días sobre la tierra, el gran científico Albert Einstein se declaró vegetarian­o. De hecho, fue sólo un año antes de su muerte (1955) cuando dijo lo siguiente en confesión: “Así que estoy viviendo sin grasas, sin carne, sin pescado, pero me siento muy bien de esta manera. Me parece que el hombre no ha nacido para ser carnívoro.” Pues sí, pero fue sólo un año antes de morir, nunca antes.

La que fue su ama de llaves, Herta Waldow, comentó de que Einstein por años, años, desayunó siempre un par de huevos estrellado­s con setas y miel. Claro, café y té.

Sin duda, si hubiese practicado desde su niñez el vegetarian­ismo, no hubiese llegado a ser quien fue: el científico más emblemátic­o del siglo XX. Y es que la carne, usted y yo lo hemos repasado aquí, forma parte de la evolución de la humanidad para llegar a ser lo que ahora somos: humanos con inteligenc­ia y eso llamado civilizaci­ón (Lea usted por favor a Marvin Harris al respecto). Por eso los delfines, las hormigas y los changos no cocinan estimado lector. En fin, cosa de sentido común.

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