442 años
En aquellos años, 50’s y 60’s del siglo pasado, Saltillo era apenas un soplo en la garganta. Se musitaba su nombre y era un vaho de invierno el cual no se podía sostener entre las manos. Saltillo era entonces tierra de gente bien nacida, un pueblo apenas un poco más grande a su Catedral –para decirlo con las letras del Cronista–; Saltillo entonces se reflejaba y bullía su vida en sus vecinos y tertulias, en sus viajeros los cuales se hospedaban en la única posada disponible del pueblo; Saltillo olía a tortillas de harina, a frijoles guisados con manteca de puerco; olía a membrillo y perón fresco… Saltillo se reflejaba en los ojos limpios y cristalinos de la Tía Amelia. Sí, tía del narrador y periodista Armando Fuentes Aguirre, “Catón.”
Todo esto lo sé porque don Armando lo ha publicado en su columna titulada “Plaza de Almas” de la cual y luego, al reunir los textos, los encapsuló en un libro hoy de colección. Al parecer ya hay un segundo tomo, el cual no habita mi librero aún, pronto lo buscaré en las bien dotadas librerías de la ciudad de México. Saltillo, como todas las ciudades tierra adentro de la República Mexicana, se organizaba a sí misma alrededor de su Plaza de Armas. La vida cotidiana giraba en recuas de viento y recuerdos en círculos concéntricos al momento de pasear por su plaza. No sólo los domingos, sino cotidianamente. Fustel de Coulanges lo sabía y dejó escrito un ensayo portentoso al respecto, “La ciudad antigua”. De Coulanges lo teoriza, Armando Fuente Aguirre lo vivió. El centro de la plaza, alrededor de su fuente, es motivo para los caminantes de clase económica privilegiada. ¿La periferia de la plaza? Destinada precisamente para los nativos de las colonias proletarias, de las “orillas”, como entones se les decía o nombraba como un motivo de demarcación urbana.
Mi ciudad, Saltillo –a la cual amo y detesto por igual– arriba bella y lozana a sus primeros 442 años de vida sobre la tierra. Amo a la ciudad como la amaron mis padres. La detesto en ocasiones, como debe de ser el verdadero amor. Un amor atávico, eterno, indivisible y pleno. Pero, ojo, cuando alguien se atreve a hablar mal de mi ciudad, soy el primero en defenderla. El único autorizado para hablar mal de esta ciudad soy yo. La amo y la padezco a partes iguales. Siempre la padezco y me quejo, pero mejor ciudad para vivir no hay otra en México. Los de Guanajuato –ejemplo a vuela pluma–, se miran a sí mismos y se encierran en su luto perpetuo. Los michoacanos, su seriedad raya en lo “solemne”, dijo Carlos Fuentes alguna vez. Mis hermanos de Zacatecas tienen un arraigo provinciano, de buena provincia que no se pueden ni se quieren quitar en sus espaldas. Los vecinos regiomontanos imitan el mundo de vida gringo y su consumismo en los malls climatizados. Pero hoy, Saltillo está colonizado por sureños, los cuales no, no le bajan al sanitario. Así las cosas con su “cultura” de la cual y en otro texto, haré eco.
ESQUINA-BAJAN
En aquellos años, tal vez en un más acá temporal, cuando este escritor viajaba en su infancia dentro de la ciudad, los puntos topográficos eran dos o tres perfectamente identificables: la orilla del campo, donde se jugaba pelota caliente, “El Triste”. Hacia el sur, “Los Buitres”. Terreno vedado entonces, la conflictiva colonia Guayulera rumbo el mítico Cerro del Pueblo –colonia hoy habitada por viejecillos y viejecillas atados al puño de tierra. Una colonia donde se ronca a sus anchas apenas anochece. Otrora, territorio comanche–. Por el otro punto cardinal de la rosa de los vientos, la Internacional Harvester y luego más allá, su imponente Ateneo Fuente donde estudié y disfruté harto la vida universitaria.
Signos, símbolos geográficamente identificables. No calles ni nombres. No hacía falta. Hoy, lo ha escrito el deslenguado columnista Luis Carlos Plata, las colonias o calles de las ciudades del noreste de México se ordenan y cuadriculan por sus puestos de pollo al carbón. “De los pollos para la izquierda, aquí tienes tu casa”. “Antes de llegar al puesto de pollos, enseguida del Oxxo, y seguro llegas”. Y sí, los Oxxo son el receptáculo de “gerentes” llegados del sur de México. Insisto, tema para otro texto el cual ya tengo listo en mis cuadernos. Sin duda, eran buenos tiempos. Tal vez mejores a estos. En las veredas de la Plaza de Armas entonces, se acomodaba la vida toda de una ciudad. Historias de la creación se cuentan aquí diario. Encuentro festivo o furtivo de los amorosos. Señoras enlutadas las cuales caminan embozadas rumbo a la Iglesia de Catedral, para asistir a misa de 6 o 7 antes del amanecer. Atadas tal vez al potro del llanto, el dolor y el recuerdo, siguen llorando y añorando a sus muertos.
Lo recuerdo: viene el 6 de agosto. La plaza y Catedral entonces se engalanan para recibir fiestas y celebraciones cívicas, personales y religiosas. El ruido ensordecedor de niños bullangueros volando papalotes o la voz y risa de parejas de novios los cuales con ojos unos para los otros, se comen a besos. Y es aquí, en este territorio, en esta escenografía y decorado de tierra adentro, es en esta Plaza donde bullen sentimientos, vida, gente adolorida y/o gente feliz y silbando; no estatuas de hormigón y hierro, sino almas. Plaza de almas, como bien lo ha escrito don Armando Fuentes Aguirre. El centro es lo mío. Cuando deambulo por sus calles y mis erráticos pasos me llevan al “Principal” del centro, no dudo en entrar, apoltronarme en sus sillas confortables y comer y beber a discreción. Feudo de don Braulio Cárdenas (†) y doña Lilia, usted entra al “Principal” y el tradicional Saltillo, su olor, color y sabor, están aquí esperando. Hoy, Saltillo llega a sus primeros 442 años de vida.
LETRAS MINÚSCULAS
Y si, rueda rodando, hay un saltillense de buena semilla, el cual ama a la ciudad como a su propia familia. La mima, la enamora, la acicala, le compra flores… es su Alcalde, el “Cowboy urbano”, Manolo Jiménez, quien tiene a Saltillo en los cuernos de la luna. ¡Felicidades a mi bella y amada ciudad!