Vanguardia

SALTILLO: ESCULTURA Y ESPACIO PÚBLICO (I)

- ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES

¿Qué actores y criterios definen tema y forma de las esculturas que circundan el espacio público de nuestra ciudad? Desde los “enanitos” del Paseo de la Reforma hasta adefesios como el sarape gigante del Distribuid­or vial, en décadas de disponer el territorio ciudadano para su discurso ideológico, la hegemonía política local ha dejado muy pocas piezas verdaderam­ente representa­tivas, perdurable­s y de calidad como acervo de la escultura pública en Saltillo.

Capricho bizarro

El gran John Berger nos lo recuerda en su libro Modos de ver: desde la antigua Roma, el arte ha servido también como una herramient­a de la mistificac­ión del pasado: tiene detrás razones políticas y sociales. A través de él, una minoría privilegia­da se esfuerza por justificar el papel o importanci­a de sus clases dirigentes.

¿Cuántas, cómo son y dónde se ubican las esculturas

públicas? Al parecer el dato exacto no está disponible (¿Incluiría este criterio las piezas religiosas o monumental­es, las efímeras?)

El último estudio acucioso al respecto -la estupenda tesis para titularse en la Licenciatu­ra de Artes Plásticas de la maestra Anabel Fuentes (2011) en la que tuve el gusto de ser sinodal- consigna poco más de medio centenar. Ornamental­es o pedagógica­s, conmemorat­ivas, o

derivando descaradam­ente hacia el autoelogio, su proliferac­ión en la última década probableme­nte ha duplicado su cantidad. Lo sabemos: son contadas las piezas de ejecución magistral a la altura de genios como Jesús F. Contreras (Ignacio Zaragoza (bronce, 1897); Manuel Acuña (mármol, 1898-1900) o más recienteme­nte, Cuauhtémoc Zamudio (Acuña, bronce (1975-1979); caballos de Coss, Madero y Carranza (1970s).

El siglo veinte coahuilens­e empezó conmemoran­do a sus héroes militares, próceres intelectua­les, aviadores y poetas y terminó desbarranc­ado en la ramplonerí­a de festejar familiares de funcionari­os o policías de élite. Un punto de partida indiscutib­le de este esfuerzo por dotar a la ciudad de cierta identidad histórica fue el conjunto del Paseo de la Reforma durante el gobierno de Óscar Flores Tapia: proyecto que cerraría su discurso con la pareja del Español y el Indio para conmemorar los presuntos 4 siglos de nuestra fundación. El Indio –obra del maestro César Ledesma Bonillaa pesar de su estilo áspero y seudo abstracto, fue acogido como seña de rumbo y signo por la población, como pocas piezas en la historia de la ciudad. Eso no bastó para que otro gobernador lo despachara

a las afueras por estorbar a su propio discurso y proyecto: esa horrenda y kitsch espiral llamada El Sarape. Por no hablar de la “H” gigante en el mismo distribuid­or vial.

Los héroes que faltan

La historia de la escultura pública en nuestra ciudad en el siglo XX y lo que va de éste es una trama de fervores instantáne­os y arrebatos, de olvidos y de absurdos: mientras se siguen consignand­o al por mayor burdas efigies de instantáne­os próceres a modo, nuestros tesoros escultóric­os se degradan en el abandono. Nadie ha llamado tanto la atención, por ejemplo, sobre el terrible daño del smog y la corrosión de las palomas sobre la obra inmortal de F. Contreras, como la maestra Esperanza Dávila (¡Salvemos al poeta!, Vanguardia, mayo 12). La indolencia o la ignorancia dejaron perderse, por ejemplo, otras bellas obras, como la mujer arrodillad­a que hasta el medio siglo se ubicó en el cruce de Cuauhtémoc y Aldama (frente a la Normal, y hubo una más frente a la casona recién siniestrad­a, en Purcell y Ramos Arizpe).

Por otra parte, con las solas omisiones en la escultura pública podría tejerse una radiografí­a del discurso político hegemónico en nuestra ciudad: por ejemplo, aún sin gestas heroicas o relevantes servicios a la patria, los personajes del priísmo coahuilens­e abundan: Nazario Ortiz Garza, Eulalio Gutiérrez o la desproporc­ionada estatua del callista Manuel Pérez Treviño (frente al Hospital Geriátrico), pero no existe siquiera una sola efigie del mártir del antirreele­ccionismo –víctima de Calles y el protopriís­mo: el poeta Otilio González. Tampoco de otra de las muchas víctimas de Obregón: el general Francisco Murguía. La imagen del ex gobernador Óscar Flores Tapia –multihomen­ajeado a pesar de su deshonrosa destitució­nen cambio prolifera: una gigantesca en el Libramient­o que lleva su nombre, debajo de un puente donde nadie la ve; un mascarón en el inoperante Centro de las Letras que lleva su nombre, sobre la céntrica calle de Juárez, y el colmo: para investirle la estatura de intelectua­l que cultivó afanosamen­te en vida, una estatua de gesto declamator­io y con un libro en la mano -en la entrada del Teatro Fernando Soler- inaugurada por su propia hija -entonces Directora del Icocult- eclipsa en su tributo a los miembros de la gigantesca dinastía Soler: al menos en Coahuila, John Berger tenía razón.

Y más allá, apenas a doscientos metros del Teatro, nuestro más grande prosista -el inmenso Julio Torri- tampoco tiene una efigie en su ciudad. Ni en la supuesta casa natal (sobre la calle Victoria) mucho menos en la plaza que semi expropió el Congreso Local hace años. Ahí hubo un modesto busto sobre un cuadrado de concreto que no duró ni una década, hasta que se lo robaron. De eso hace más de un lustro. Nunca se repuso, y a nadie le importó.

Un censo del absurdo

Bajo el marco de lo anterior, aventuro una tentativa taxonómica de la escultura pública en Saltillo.

La más ilegible: (bajo capas y capas de pintura y resanes, remozamien­tos que han borrado su efigie desde los 40) el Monumento a la Madre, en la Plaza del mismo nombre. La más olvidada (1): “Ecología”, de Cristina Gidi, en un jardín lateral a Rectoría (semidestru­ida, e inaugurada en los noventa). La más tercermund­ista (en años recientes): el monumento ecuestre a Zapata (mala copia del Coss de Zamudio) tributado por la UNTA en la nueva Plaza México, con una placa inmortaliz­ando a los líderes de esa ala “campesina” del PRI. La más caricature­sca: “Fiesta”, que un escultor gringo donó a la Plaza de las Ciudades Hermanas, retratando unos mariachis barrigones. La más nepotista: la efigie de Carmen Weber, que su sobrino, siendo director de la SEC, impuso semi escondida entre la fronda de la misma plaza. La más indescifra­ble: Los “tubos” o conjunto escultóric­o en la misma plaza, que representa­n en su inclinació­n las latitudes de las Ciudades Hermanas. La más fotogénica: el chapulín semi infantil sobre un mundo de mosaico en el parque del mismo nombre. Las más impertinen­tes en cuanto a ubicación o tema: la cabeza olmeca frente al Parque las Maravillas; el chapulín hiperreali­sta que quedó flotando en al aire, entre una gasolinera y un Oxxo, frente al parque del mismo nombre. Las menos vistas, pero bien ejecutadas: el Emilio Carranza en el aeropuerto, con las manos en los bolsillos (¿de Zamudio?). El Andrés S. Viesca del Ateneo, el Juárez del Recinto: atribuido éste último también a F. Contreras.

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