Vanguardia

AZUFRE EN EL NOMBRE

- CLAUDIA LUNA FUENTES claudiades­ierto@gmail.com

Denso polvo deja una camioneta en su paso por el pueblo. De él, emerge una silueta: una niña de 8 años pedalea su bicicleta. Le es familiar la tierra bajo sus pies entre esos relieves sinuosos del camino, o la tierra que, ayudada por el viento, toma sus cabellos para ondularlos en ese campo de juegos inmenso: la Hedionda grande.

Las nubes quieren reventar en agua; tapan los rayos del sol. Y de pronto el viento es fresco. Más niños se suman en bicicletas y en motociclet­as a dar vueltas por una porción de tierra donde sembraron juegos de metal o bien, suben por breves montículos. Es domingo. Es el desierto.

Una planicie que bien puede ser una cancha de futbol, es punteada por un hato de ovejas, algunas con la rotunda línea vertical que divide sus cuerpos en dos colores: blanco y negro, una con un triángulo oscuro como pieza flotante le marca un costado. Pelaje negro sobre el rostro de algunas y un andar lento con la tranquilid­ad que da el cielo encapotado. Un jinete las orienta.

En este momento me parece pertinente la reflexión de un hombre del desierto que vive en otras latitudes coahuilens­es:

“En las familias de chivero, a los 5 o 6 años de edad, un niño empezaba a ayudar a amamantar los cabritos cada que había particione­s y así iba aprendiend­o a cuidar seres vivos y a hacerse responsabl­e de que estén bien, sanos, comidos y bebido, de esa forma se iban ganando su primer cabrito.

Cuando se decidía por una hembrita, acababa formando su propio rebaño. Cuando escogía un macho, se lo comían en familia y así iba aprendiend­o a compartir. Conforme el niño iba creciendo podía ir formando su propio hato y para cuando tuviera unos 12 años, cortaba su rebaño del de su padre y se convertía en pastor autónomo. Visto desde fuera es una forma de capitaliza­ción en la que no interviene el dinero, sólo el trabajo y la educación.

Ésta era una forma de desarrollo sustentabl­e de los muchachos y de la comunidad. El niño y el jovencito se arraigaba en su tierra y aprendía a vivir, a cuidar de sí mismo y a responsabi­lizarse, a trabajar y a ser independie­nte y autónomo.

Nada que ver con los modelos de vida y desarrollo importados desde la escuela y los medios de comunicaci­ón de la llamada modernidad capitalist­a que sólo ve dinero y ganancia ¿Explotació­n y trabajo infantil? Quién sabe.”

El valor social de la tierra y del trabajo. Sin endulzar la vida en el desierto, que es dura, lo cierto es que las comunidade­s tienen mucho qué enseñarnos en persistenc­ia y en capacidad adaptativa. En la Hedionda siembran maíz (Zea maiz) y frijol (Phaceolus vulgaris) para consumirlo­s en casa. Sus afanes tienen qué ver con la ganadería. Y si bien, existe una mayor población masculina, al salir a trabajar a las industrias en la ciudad de Saltillo o migrar a Estados Unidos, son las mujeres las que deben hacer una doble tarea: en maquilador­as y en el cuidado del huerto y la siembra familiar.

Contra el imperio del sol se levantan huertos hogareños y en breves jardines los geranios o rosales decoran las fachadas, en casas que en más de un 80 por ciento muestran su estructura de adobe.

La Hedionda Grande debe su nombre al agua extraída de pozos con un subsuelo rico en azufre. Hasta allí llegaron 20 familias a fundar el ejido, allá por 1930, quienes se sumaron a los habitantes de este desierto: conejos, coyotes, venados, perros de la pradera, águilas reales y reptiles como la serpiente de cascabel.

Para llegar hay más de siete horarios en la central de autobuses que permiten esta movilidad labral. Y antes de llegar, si se viaje en un auto, es posible desviarse un poco y tomar una brecha para contemplar un inmenso paisaje donde reinan las palmas yuccas, en una concentrac­ión densa que inunda los ojos con un paisaje excepciona­l.

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