Vanguardia

DIENTES METÁLICOS

- CLAUDIA LUNA FUENTES

Las heridas son dientes metálicos en su cuerpo, habilitado­s como cierres que puedo abrir y cerrar. Es por lo que me es posible entrar a las habitacion­es que guarda. Así lo hice hace un par de días, entré a una que recién se había formado; su puerta se abre al desierto. Por suerte eran las seis de la tarde cuando entré, y el sol ya estaba rodando por las montañas antes de caer al precipicio. Pude ver las tuberías que circulaban como venas en el suelo, aderezadas por cenizos en flor. Anduve por ciénagas ocultas donde las ranas se arrancaban las ancas a voluntad para colocarlas en sartenes de acero, bajo el fuego. Tomé dos piezas y masqué carne y huesos. Dormí junto a una forma ciega y cálida que me abrigó con algo parecido a una tela de escamas.

Todavía había oscuridad cuando escuché el anuncio del sol: murciélago­s blancos sobrevolar­on para esconderse. Apareció el sol dando tumbos, descendió de las montañas hasta pasar tan cerca que todo; tuberías y flores se volvieron cenizas. Logré encontrar la puerta que me abrió una rana, antes de sumergirse en el polvo.

No quería salir de su cuerpo, así que elegí otro cierre, uno que está debajo de sus labios. Entré a un país donde se olvidan los nombres. Sé perfectame­nte qué objetos vi, sin embargo no encontré la manera de nombrarlos. Incluso sé para qué es cada cosa vista, pero nada, ningún nombre se asomaba a mis labios. Pude quedarme allí unos segundos, antes de que la angustia me agobiara. Incluso estuve a punto de olvidar el lugar por el que entré. Lo que recuerdo es haber visto un brillo metálico y correr hacia él porque había un vago recuerdo de algo. Así, me lancé con fuerza y ya del otro lado, vi como el cierre funcionaba mal, solo así me había sido posible salir.

Su cuerpo ardía en fiebre, así que coloqué un manto de hielo que se derritió hasta dejarlo flotando en agua. En una de sus piernas estaba otro cierre: Nadando llegué a ella, ondulaba sobre el agua con placidez y fue fácil abrirlo. Adentro, una hilera de niños se lanzaba al río y desaparecí­a. Esto ocurría todo el tiempo. Intenté pescarlos con unas cañas olvidadas en la orilla y lo único que recogí fueron pelotas rojas que, desahuciad­as, dejaban salir el aire a causa de los ganchos. Fue en una de esas moribundas redondeces, yaciendo entre las piedras, que encontré el cierre para salir de nuevo.

El cuerpo tenía casa vez más dientes metálicos, había para entonces, cientos de puertas. Ya no distinguía su piel, salvo las costuras necesarias para que el siguiente cierre se afianzara. Abrí otro y adentro nada había, salvo un amplio tramo de tierra, así que salí, tomé las fotografía­s de la familia donde está su rostro infante, un saco grande lleno de pétalos y varios instrument­os musicales. Entré a sembrar la imagen, el aroma de los pétalos y los sonidos en clave de sol. Luego salí a sentarme a su lado. Algo de los dientes de metal en ese cuerpo, ha empezado a cambiar de color.

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