MIGUEL LEÓN-PORTILLA: 1926-2019
Yo, Cuauhcuatzin. ¡Quiero flores que duren en mis manos!
La primera vez que leí un poema náhuatl, traducido por don Ángel María Garibay, quedé boquiabierto y patitieso. No acabo de reponerme de la sorpresa: la reflexión más honda y perenne de la humanidad estaba –está- en esos “versos” que parecen emitidos por una voz muy antigua.
Voz colectiva, como la de todo verdadero poeta. Habla una muchedumbre cuando Nezahualcóyotl dice con dolor: “¿Acaso de verdad se vive en la tierra? / No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. / Aunque sea jade se quiebra, / aunque sea oro se rompe, / aunque sea plumaje de quetzal se desgarra, / no para siempre en la tierra: / sólo un poco aquí.”
Hay en estas palabras mucho más que un “sistema filosófico”, mucho más que una teoría. Formuladas en el siglo 15 de nuestra era y en el seno de una civilización que entonces vivía de espaldas a Europa, estas palabras parecen dichas por los primeros seres humanos que tuvieron conciencia de sí mismos y de su complicado estar en el mundo.
Y así era, pues entre los vestigios de culturas antiquísimas se han encontrado estelas, tablas de arcilla, rollos de papiro, inscripciones sobre roca y otros materiales que expresan la misma oscura e inefable inquietud. Recuérdense el egipcio “Canto del arpista” o el Eclesiastés. Las manos, los bisontes y los hombres de erectos falos estampados en algunas cavernas forman parte de la misma angustiosa certeza: “sólo un poco aquí, en la tierra.”
¿Por qué hablar de esto ahora? Por una razón simple y obvia: el pasado martes 1 de octubre murió el historiador Miguel León-portilla, uno de los grandes investigadores y promotores mexicanos de las culturas prehispánicas, discípulo, por cierto, del padre Ángel María Garibay.
Algunas de sus obras más importantes son: “La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes” (1956), “Visión de los vencidos” (1959), “Quince poetas del mundo náhuatl” (1993), “Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología” (1999) y otras más, entre ellas “Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares” (1961).
“Visión de los vencidos” cumple este año los 50 de haber sido publicado por el Fondo de Cultura Económica. Y es éste uno de los libros más conmovedores que los mexicanos podemos leer: se ofrecen en él la perplejidad, el dolor, la estupefacción de lo sucedido a los aztecas, nuestros ancestros, hace casi cinco siglos, en México-tenochtitlan primero, y después, en gran parte de lo que hoy llamamos República Mexicana, y aún más allá…
Pero no sólo los mexicanos podemos estremecernos ante esta “visión de los vencidos”, o sea, ante la masacre que los conquistadores españoles perpetraron en estas tierras americanas; cualquiera –incluso los españoles- podrían enrojecer de vergüenza y de pena frente a esta verdadera hecatombe.
León-portilla logra cimbrar a los lectores no con una novela de terror o con un poema épico sino con documentos narrativos, sí, pero de otra índole: “A través de la compilación de varios relatos escritos desde la perspectiva indígena, Leónportilla consigue exponer al lector la variedad en cuanto a las dichas perspectivas. El libro está dividido en diecisiete capítulos y un apéndice. Actualmente está considerado como una obra fundamental de la historia de México debido a las historias detalladas de la conquista desde el punto de vista indígena, que raramente se estudia por el público en general.” (Wikipedia).
¿Para qué entrar en especulaciones? Y sin embargo, lo hago. ¿Fue el destino? ¿La fatalidad? ¿Fue Moctezuma un pusilánime o un hombre temeroso del retorno de una hipotética Divinidad? Creo que soy uno más que continúa atónito ante este hecho inverosímil. ¿Cómo fue posible tal calamidad? ¿No superamos aún, como afirma Octavio Paz, el trauma de esa conquista? ¿Por eso somos “así”?
Además de esta lastimosa “Visión de los vencidos”, el libro que me ha acompañado durante décadas es “Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares”. Compendio de ideas, reflexiones y simbologías del poliédrico orbe prehispánico, este trabajo muestra la inmensa, la profunda riqueza cultural de nuestro pasado, una riqueza que de ninguna manera pudo exterminar la espada del conquistador; y con atrevimiento añadiría que ni siquiera la Cruz de los misioneros.