Vanguardia

Palabra de honor (II)

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

“Abracijos no hacen hijos, pero son preparatij­os”.

Ese refrán lo usaba mamá Gracia, bisabuela mía, para advertir a sus nietas en edad de merecer sobre los riesgos de dar demasiado vuelo a las inclinacio­nes naturales. Todo se podía hacer, amonestaba, pero dentro de los límites de la virtud. Después del matrimonio, aseguraba como en vaga promesa, la virtud extendía sus límites considerab­lemente.

Aquel muchacho que del Potrero vino a cursar los estudios de preparator­ia entró en abracijos con la joven criadita de la casa de asistencia. Para lograr la entrada a lo vedado otorgó a la muchacha, que era casta y honesta, promesa formal de matrimonio. Los mozos del Potrero tienen muy buena puntería, lo mismo con el .22 que con lo otro. Así, pronto puso a la muchacha en estado de buena esperanza. Ella se lo anunció, contenta, pues le alegraba la promesa de vida que llevaba dentro, y tenía además la certidumbr­e de que el amado le cumpliría la palabra de matrimonio. Pero el amado, la verdad sea dicha, no tenía ninguna intención de cumplir sus juramentos. ¿Qué amante hay que los cumpla? En el ardimiento de la pasión se dicen tantas cosas. Muy bien lo expresó Ovidio en su “Arte de amar”: “Iuppiter ex alto periuria amantum ridet”. He citado de memoria; no sé si habré citado bien. En todo caso eso quiere decir: “Desde lo alto Júpiter se ríe de los perjurios de los enamorados”.

Hizo el galán lo que en estos casos se acostumbra: puso tierra de por medio. Se fue al Potrero. A nadie había dicho que vivía allá, de modo que nadie iría a buscarlo. Llegó un sábado por la tarde en la troquita del mandado -la esperó en Jamé-, y confesó a sus padres lo que había hecho. Puso ufanía al relatar: en el rancho es bien mirado el hombre capaz de inflarle el vientre a una mujer.

Sin embargo la madre se preocupó. ¿No buscarían a su hijo el papá y los hermanos de la joven? Esas búsquedas casi siempre acababan en velorio. Él la tranquiliz­ó: nadie sabía que era del Potrero. Don Antulio, el padre, oía adusto la conversaci­ón. Salió de su mutismo para preguntar:

-¿Era señorita esa muchacha?

-Sí, apá -respondió el mancebo. Lo dijo también con orgullo, como preciándos­e del triunfo conseguido.

-Y ¿le hizo mi hijo promesa de matrimonio a la muchacha?

Vaciló el galán al contestar, pero dijo la verdad. -Sí, apá.

-Entonces debe casarse con ella.

La madre se escandaliz­ó. ¿Casarse su hijo con una criada?

-A esa criada su hijo le hizo un hijo -respondió don Antulio hablándole de usted a su mujer, como lo hacía en ocasiones graves-. Es el padre de esa criatura.

-¿Te quieres casar con esa muchacha? -preguntó temerosa la mamá.

-No -respondió el mozo.

-Entonces no te cases -lo apoyó la señora.

Don Antulio no dijo más. Se levantó y salió del cuarto. Hijo y madre se vieron, ya tranquilos. Oyeron, sin embargo, un ruido afuera. Era del mollejón, la piedra giratoria que servía para afilar cuchillos. Salieron. El viejo estaba dando filo a su navaja. Habló él antes de que le preguntara­n:

-Si mi hijo no cumple su promesa es que no es hombre. Le voy a quitar lo que le sobra.

Se casó el muchacho con la criadita, que fue buena mujer de su casa, madre excelente de sus hijos y amable cuidadora de sus suegros en su vejez tranquila. Es abuela ahora de 17 nietos. Y colorín colorado, el cuento está acabado. Digo mal: con 17 nietos ningún cuento está acabado.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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