Vanguardia

El dúo de los paraguas

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

El paraguas, ese techo portátil, tiene una ilustre tradición de siglos. No aparecen dibujos de paraguas en las cuevas de Altamira o de Lascaux, pero es seguro que ya el hombre primitivo debe haberse cubierto con hojas vegetales grandes para evitar que el agua de la lluvia lo mojara. He ahí uno de los primeros retos humanos a la naturaleza. Otros vendrían después, hasta llegar al condón, paraguas que protege contra la lluvia de hijos.

Pero se me está yendo el tiempo en especulaci­ones que ni siquiera sirven de prólogo a la historia que voy a relatar. De paraguas trata esa narración, pero no le hacen falta antecedent­es, y menos tan remotos. El suceso que me dispongo ya a contar le sucedió a un señor que conocí en los años en que fui a estudiar -es un decir- en la Ciudad de México.

Una de las primeras cosas que me llamaron la atención cuando llegué a la Ciudad de los Palacios -es otro decir- fue que allá los señores, quiero decir los hombres, usaban paraguas. Acá en Saltillo no. El paraguas era para uso de mujeres; si un varón traía paraguas era visto con ojos de sospecha. Los hombres debían aguantar la lluvia a cuerpo descubiert­o. Empaparse, calarse hasta los huesos, hacer gallardo menospreci­o de la gripe o catarro que de la mojadura podía derivar, todo eso era indudable prueba de masculinid­ad.

Por el contrario, en la Ciudad de México el paraguas era prenda común en los varones. Ya se sabe que en las grandes metrópolis se relajan las costumbres. Cada señor llevaba el suyo. Los había comunes y corrientes, y en versiones abreviadas que cabían bajo el brazo, y aun en el portafolio­s. Por primera vez en mi vida empecé a sentirme raro, pues entre tantos emparaguad­os yo no traía paraguas. Terminé comprándom­e uno, pero no lo llevaba a Saltillo en época de vacaciones, no fuera que alguien pensara que al contacto con la gran capital me había debilitado.

Es pues el caso que a un señor que trabajaba en la agencia Dunn and Bradstreet, donde igualmente trabajaba yo -otro decir-, se le descompuso su paraguas. Todo artilugio fabricado por el hombre tiende a descompone­rse, según demostró Murphy. Oyó decir aquel señor que en cierta paragüería de la colonia Roma reparaban paraguas descompues­tos, y una tarde, al salir del trabajo, llevó el suyo. Al regresar a su casa en el tranvía, ya para bajarse, tomó inadvertid­amente el paraguas de la señora que iba al lado. La mujer gritó furiosa al tiempo que lo agarraba por el brazo:

-¡Ladrón! ¡Sinvergüen­za! ¡Deme mi paraguas! El desdichado señor bajó del tranvía apenadísim­o, entre las miradas de reprobació­n de los pasajeros.

No dijo en la oficina lo que le había sucedido, pero sí comentó que había hallado a alguien que componía paraguas. Quién más, quién menos, todos tenían en su casa un paraguas descompues­to, o en vías de descompone­rse, y él se ofreció amablement­e a llevar los paraguas a la paragüería. Con ocho o diez subió al tranvía que lo dejaba ahí. ¡Horror! En el tranvía iba la misma señora de la vez pasada. Lo vio la mujer, vio los paraguas, y luego le dijo con voz llena de encono:

-Hoy te rindió bien el día, ratero desgraciad­o.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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