Hogar, ‘dulce’ hogar
A lo largo de la historia la definición de familia ha tenido una importante evolución. En un principio, comunidades como la romana la concebían como la unidad de personas en razón de un vínculo de sangre o como consecuencia de un acto jurídico, como la adopción, sometidas a la potestad de un paterfamilias. En el mismo sentido, instituciones como la Real Academia Española contemplan que la familia se conforma por personas que comparten un lazo sanguíneo o de afinidad, inclusive consideran que compartir opiniones o tendencias es un factor que distingue a las familias.
Hoy en día, considerar un sólo modelo de familia resulta una idea contraria a la realidad social. Hasta hace poco, en nuestro País (y en muchos más), al hablar de la familia se hacía referencia a la integración “tradicional” de la misma, es decir, mamá, papá e hijos. Sin embargo, la agitada dinámica de la sociedad nos ha demostrado que no existe una sola configuración familiar (familias homoparentales, sin figura paterna o materna, adoptivas, etc.). Empero, la asimilación del modelo tradicional para la familia prevalece como una concepción hegemónica.
Lo dicho previamente no implica que la integración común de la familia sea un problema. No obstante, la adopción de determinadas conductas entre sus miembros reviste una de las cuestiones que figura actualmente en la agenda pública: la igualdad de género.
Esta cuestión ha sido planteada como el mecanismo ideal para garantizar el ejercicio de los derechos humanos de mujeres y hombres. Así, el análisis de la interacción familiar a través de la igualdad de género permite identificar los comportamientos que han sido normalizados por la sociedad y que propician la existencia de brechas de desigualdad entre los miembros de la familia.
En la actualidad, las funciones y roles distribuidos entre los miembros de la familia se clasifican en públicas y privadas. Las primeras se refieren a las actividades productivas de carácter económico que tienen como finalidad la satisfacción de las necesidades humanas, es decir, el suministro de alimentos, vivienda, educación, vestido, etc. Mientras, las segundas se enfocan en labores domésticas o actividades de cuidado.
Ambas clasificaciones han sido asociadas históricamente con estereotipos de género. De esta forma, por un lado, las actividades productivas o económicas son asignadas al hombre mientras que, por otro lado, a las mujeres se les ha relegado específicamente a los trabajos en el hogar.
Diversos autores coinciden en que la principal explicación a esta división sexual de trabajos se encuentra en las atribuciones biológicas, sociales, culturales y religiosas determinadas para la masculinidad y la feminidad. Bajo estos términos, aspectos como la racionalidad, valentía, fuerza, liderazgo y la virilidad son considerados como “natos” al hombre, y la emotividad, obediencia o la capacidad de crianza definen a la mujer.
Sin duda, la existencia de estereotipos en la sociedad refuerza el machismo al interior de la familia, lo que da como resultado la prevalencia de la desigualdad entre hombres y mujeres. Pero, ¿cuáles son los efectos negativos que resultan de la división sexual de labores en la familia?
Las consecuencias se manifiestan desde jornadas dobles o triples para el integrante que se encarga de las labores domésticas o de cuidados del hogar y además funge como sostén económico, la imposibilidad de desarrollarse profesionalmente y la subordinación por dependencia económica, hasta la repetición de estereotipos en los modelos de crianza y, por ende, la prevalencia de la desigualdad de género en las generaciones futuras.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en México las mujeres destinan aproximadamente 49.1 horas por semana a labores domésticas y de cuidados, mientras que los hombres destinan poco menos de la mitad de este promedio, ya que sólo participan 24.3 en el mismo periodo. El impacto económico de estas labores es tal que tan sólo en 2018 generó el 23.5 por ciento del PIB nacional, esto es 5.5 billones de pesos.
Conforme a lo anterior, es evidente que la distribución de responsabilidades del hogar se encuentra afectada por un sesgo machista que generalmente excluye a las mujeres del mercado laboral formal. Es por ello que una respuesta lógica a tal problemática consiste en el establecimiento de la corresponsabilidad familiar, a fin de erradicar los estigmas que histórica y socialmente han sido impuestos a hombres y mujeres.
Para ello, el auspicio de las instituciones públicas para promover una cultura y educación libres de estereotipos constituye una condición de vital importancia para garantizar la igualdad y no discriminación en el ejercicio de los derechos humanos.
La corresponsabilidad es el cimiento más importante del hogar. Sin ella la estructura familiar se vuelve frágil ante cualquier adversidad. El autor es asistente de investigación del Centro de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales de la Academia IDH Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH