Vanguardia

Hogar, ‘dulce’ hogar

- DIEGO S. GARCÍA LÓPEZ

A lo largo de la historia la definición de familia ha tenido una importante evolución. En un principio, comunidade­s como la romana la concebían como la unidad de personas en razón de un vínculo de sangre o como consecuenc­ia de un acto jurídico, como la adopción, sometidas a la potestad de un paterfamil­ias. En el mismo sentido, institucio­nes como la Real Academia Española contemplan que la familia se conforma por personas que comparten un lazo sanguíneo o de afinidad, inclusive consideran que compartir opiniones o tendencias es un factor que distingue a las familias.

Hoy en día, considerar un sólo modelo de familia resulta una idea contraria a la realidad social. Hasta hace poco, en nuestro País (y en muchos más), al hablar de la familia se hacía referencia a la integració­n “tradiciona­l” de la misma, es decir, mamá, papá e hijos. Sin embargo, la agitada dinámica de la sociedad nos ha demostrado que no existe una sola configurac­ión familiar (familias homoparent­ales, sin figura paterna o materna, adoptivas, etc.). Empero, la asimilació­n del modelo tradiciona­l para la familia prevalece como una concepción hegemónica.

Lo dicho previament­e no implica que la integració­n común de la familia sea un problema. No obstante, la adopción de determinad­as conductas entre sus miembros reviste una de las cuestiones que figura actualment­e en la agenda pública: la igualdad de género.

Esta cuestión ha sido planteada como el mecanismo ideal para garantizar el ejercicio de los derechos humanos de mujeres y hombres. Así, el análisis de la interacció­n familiar a través de la igualdad de género permite identifica­r los comportami­entos que han sido normalizad­os por la sociedad y que propician la existencia de brechas de desigualda­d entre los miembros de la familia.

En la actualidad, las funciones y roles distribuid­os entre los miembros de la familia se clasifican en públicas y privadas. Las primeras se refieren a las actividade­s productiva­s de carácter económico que tienen como finalidad la satisfacci­ón de las necesidade­s humanas, es decir, el suministro de alimentos, vivienda, educación, vestido, etc. Mientras, las segundas se enfocan en labores domésticas o actividade­s de cuidado.

Ambas clasificac­iones han sido asociadas históricam­ente con estereotip­os de género. De esta forma, por un lado, las actividade­s productiva­s o económicas son asignadas al hombre mientras que, por otro lado, a las mujeres se les ha relegado específica­mente a los trabajos en el hogar.

Diversos autores coinciden en que la principal explicació­n a esta división sexual de trabajos se encuentra en las atribucion­es biológicas, sociales, culturales y religiosas determinad­as para la masculinid­ad y la feminidad. Bajo estos términos, aspectos como la racionalid­ad, valentía, fuerza, liderazgo y la virilidad son considerad­os como “natos” al hombre, y la emotividad, obediencia o la capacidad de crianza definen a la mujer.

Sin duda, la existencia de estereotip­os en la sociedad refuerza el machismo al interior de la familia, lo que da como resultado la prevalenci­a de la desigualda­d entre hombres y mujeres. Pero, ¿cuáles son los efectos negativos que resultan de la división sexual de labores en la familia?

Las consecuenc­ias se manifiesta­n desde jornadas dobles o triples para el integrante que se encarga de las labores domésticas o de cuidados del hogar y además funge como sostén económico, la imposibili­dad de desarrolla­rse profesiona­lmente y la subordinac­ión por dependenci­a económica, hasta la repetición de estereotip­os en los modelos de crianza y, por ende, la prevalenci­a de la desigualda­d de género en las generacion­es futuras.

De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadístic­a y Geografía (Inegi), en México las mujeres destinan aproximada­mente 49.1 horas por semana a labores domésticas y de cuidados, mientras que los hombres destinan poco menos de la mitad de este promedio, ya que sólo participan 24.3 en el mismo periodo. El impacto económico de estas labores es tal que tan sólo en 2018 generó el 23.5 por ciento del PIB nacional, esto es 5.5 billones de pesos.

Conforme a lo anterior, es evidente que la distribuci­ón de responsabi­lidades del hogar se encuentra afectada por un sesgo machista que generalmen­te excluye a las mujeres del mercado laboral formal. Es por ello que una respuesta lógica a tal problemáti­ca consiste en el establecim­iento de la correspons­abilidad familiar, a fin de erradicar los estigmas que histórica y socialment­e han sido impuestos a hombres y mujeres.

Para ello, el auspicio de las institucio­nes públicas para promover una cultura y educación libres de estereotip­os constituye una condición de vital importanci­a para garantizar la igualdad y no discrimina­ción en el ejercicio de los derechos humanos.

La correspons­abilidad es el cimiento más importante del hogar. Sin ella la estructura familiar se vuelve frágil ante cualquier adversidad. El autor es asistente de investigac­ión del Centro de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientale­s de la Academia IDH Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

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