Vanguardia

CARMELA WEBBER. PRIMERA PARTE

- MARIBEL LUGO

"De España bailando te embriaga de armonía.

El público corea tu zapatear gitano mientras las castañuela­s son canción de tu mano".

Eduardo L. Fuentes

La primera vez que la vi, al fondo del salón que parecía no tener fin, de pie, de espaldas a la gran pared cubierta de espejos, junto a una silla de madera, con su bastón en la mano, con el que marcaba el tiempo musical sobre la duela, su rostro muy sereno, su nariz aguileña, pero fina, y su cabello castaño, de pequeños rizos pegados a la cabeza (luego nos diría que puntualmen­te debía debía asistir al tinte y permanente, para que su cabello luciera impecable). Llevaba su falda de tablones azul marino, una blusa de seda de manga larga y un chaleco muy delgado color gris. Apenas se alcanzaban a ver sus pantorrill­as delgadas pero firmes, cubiertas por unas medias hasta sus pies menudos que parecían estar abrazados por sus zapatos rosas de piel de pequeño tacón: sus “zapatos de maestra”. Cuando terminó su clase nos invitó a pasar, y de la mano de mi madre, fue la primera vez que sentí crujir el piso bajo mis pies tembloroso­s, porque sólo su figura era frágil, su postura erguida y su voz firme, hacían temblar a cualquiera, no conocí su sonrisa, hasta mucho tiempo después, sólo pude verla en la gran fotografía que colgaba orgullosa de la pared, con su vestido de holanes y los flecos de su mantilla cayendo sobre su espalda, “siempre la confunden con mi cabello” decía Carmela. Escribió mi nombre en un diario, y luego en una tarjeta que nos entregó dentro de una mica junto a una extraña circunfere­ncia de 5cm de ancho que extrictame­nte debería llevar en la cabeza durante la clase: “la banda”. Y ahí comenzó mi destino, marcado por la mujer que me enseñó a amar la danza, solo con su ejemplo de vida. Pionera de la Danza Clásica (y española) en Saltillo, nació en Monterrey pero fue aquí donde decidió desde los años 40 enseñar a las niñas saltillens­es a bailar, y así, generación tras generación, por décadas, fue maestra de toda aquella niña que deseara aprender ballet, por años fue la única, hasta que sus propias alumnas avanzadas iniciaron sus academias, llevando la base que Carmela les brindó y continuand­o su legado. De martes a viernes su casa se llenaba de algarabía; en el recibidor: niñas sentadas en los bancos de plástico de colores y mamás las sillas metálicas, junto a los helechos, esperando que terminara la clase o iniciara la siguiente, algunas veces en el cambio de clase, Carmela se sentaba en una pequeña mesita cubierta de tapiz de madera, con su diario y su pluma en la mano, para recibir las colegiatur­as del mes. De vez en cuanto entraban las hermanas de Carmela a visitar a su mamá, atravesand­o el patio interior hasta el comedor, siempre saludando a las “chiquitas” que se sentaban erguidas para devolver el saludo. El salón de clase parecía un santuario: la duela oscura, y el techo muy alto con un cielo falso que tenía manchas amarillas de humedad que para nosotras tenían forma de nubes, una pared cubierta de espejos al fondo y dos grandes espejos en las paredes restantes, y cuadros y fotografía­s que parecían miles, y que veíamos y volvíamos a ver con la ilusión de ser como ellas: Adriana García, Lupe Serrano, y la favorita: en la que la mismísima Anna Pavlova posaba junto a un cisne, con una dedicatori­a especial para Carmela. Transformó la sala de su casa no sólo en su academia, sino en hogar para sus hijas de la danza. (Continuará la semana entrante).

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