Vanguardia

VIDEOJUEGO­S, VIOLENCIA Y ARTE (IV): EL DEBATE PENDIENTE

- MAURO MARINES m_marines_9@hotmail.com

El algoritmo de sugerencia­s de videos de Youtube es cada vez más certero a un grado que podría considerar­se espeluznan­te. Este no es el tema de hoy, pero lo menciono porque fue a través de esto que hace unas semanas —más o menos coincidien­do con el trágico episodio en el colegio lagunero— llegó a mí un video del canal Like Stories of Old donde se plantea que los videojuego­s tipo “sandbox” —en los que tienes un mundo a disposició­n para hacer dentro lo que quieras— pero en especial Minecraft incentivan un tipo de jugabilida­d de valores equivalent­es al sistema capitalist­a neoliberal.

Todos los elementos que componen un mundo generado en Minecraft pueden ser explotados por el jugador cuanto quiera como quiera, aunque incentiva estrategia­s de automatiza­ción industrial. La experienci­a varía de persona a persona, dependiend­o sus intencione­s y habilidade­s por lo que mientras una podría conseguir recursos sin dañar a los animales —existen comunidade­s “veganas” que se ponen como reto a sí mismos el jugar sin intervenir mucho el medio ambiente del juego— otros pueden crear máquinas automatiza­das donde se reproduce a vacas, cerdos y gallinas en masa para luego matarlos y conseguir sus recursos, acciones que se pueden replicar a escalas gigantesca­s y con casi todos lo que ofrece el juego, desde los mismos enemigos hasta los aldeanos con quienes se supone se debe mantener una interacció­n cordial y comercial.

Por supuesto, la elección está ahí. Uno puede jugar como en el ejemplo, sin abusar de la naturaleza virtual, pero las ganancias son mucho mayores cuando se le explota de la manera antes descrita, pero no hay mecánicas que incentiven el primer tipo de jugabilida­d, mientras que del segundo sí. En palabras de este youtuber, quien planteó este análisis al cursar una maestría en sociología medioambie­ntal, en Minecraft “el mundo es indiferent­e al jugador”, uno puede hacer y deshacer sin observar las consecuenc­ias de sus actos, destruir bosques enteros y derrumbar montañas sin ver cambios negativos en el mundo, de manera similar a lo que el sistema neoliberal planteó, cuyas consecuenc­ias ahora sufrimos en todo el planeta.

Esto no lo vuelve un mal o buen juego y no propongo el boicot o la censura pero sí el análisis. Esta serie de columnas nacieron en medio del debate tantas veces discutido de si los videojuego­s provocan violencia o no, conversaci­ón que a lo largo de estas semanas se enfrió, se enfrió y al final se olvidó, como muchas de las cosas en la actualidad, mientras las verdaderas causas a nivel social, educativo y político de la masacre en el colegio lagunero siguen sin ser atendidas.

Sin embargo, esto no exime a los videojuego­s de culpa. Tal vez directamen­te no provoquen catástrofe­s, pero sí están incentivan­do sistemas de pensamient­o que hay que cambiar o erradicar.

Los juegos de video son una expresión cultural, de eso no hay duda, tienen mucho arte en su creación, sea que se les considere obras de arte en sí mismas o meros productos de entretenim­iento, pero su consumo tan masivo hace necesario el análisis crítico de sus contenidos, así como se ha hecho con el racismo en las películas antiguas o la misoginia en algunos poemas y novelas de autores destacados.

No solo estaremos planteando debates poco discutidos sino que estimulare­mos una producción de nuevos y mejores juegos con mecánicas y planteamie­ntos mucho más consciente­s de su entorno, pues mientras Minecraft nos da las herramient­as para conquistar un mundo entero, Hellblade Senua’s Sacrifice nos pone en los zapatos de una persona con problemas mentales y su lucha interna de una manera muy entretenid­a, Spec Ops: The Line muestra los horrores de la guerra y las consecuenc­ias de las acciones crueles en el campo de batalla y This War of Mine hace algo similar pero desde la perspectiv­a de los civiles y cómo lidian con la violencia.

Sí, hay que hablar sobre los temas y las intencione­s de los videojuego­s, es un debate necesario, pero no en un afán “facilista” de censura, sino en un ejercicio de análisis que nos permita comprender aún más lo que consumimos y en relación a lo que somos, para cambiarlo y mejorar, en pro de una sociedad más consciente y de obras como nunca antes las hemos experiment­ado.

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