Vanguardia

El infierno ya llegó, ¿cómo salimos?

Antes de esta pandemia, la violencia impuso una nueva normalidad que en realidad fue un cambio en la vida.

- JORGE ZEPEDA PATTERSON @jorgezeped­apwww.jorgezeped­a.netw

Desde hace tiempo la insegurida­d pública y el crimen organizado ganaron la batalla. Primero por precaución y luego por pánico, cercenamos libertades y movimiento­s en aras de una seguridad que, incluso así, se está haciendo trizas. Casi sin proponérno­slo dejamos de hacer cosas que formaban parte del mundo en el que crecimos. Antes de que el término se pusiera de moda, la violencia impuso una “nueva normalidad” que en realidad fue la capitulaci­ón de un modo de vida. Los niños no pueden jugar en la calle, nos está prohibido caminar por las noches, hemos dejado de viajar por carreteras secundaria­s, las playas solitarias quedaron en el recuerdo, pueblear el fin de semana se transformó en aventura prohibitiv­a, organizar un pícnic más allá de la Marquesa o equivalent­e, en una osadía, y la posibilida­d de acampar en el bosque o en un predio poco menos que un suicidio. Debimos de desarrolla­r protocolos y logísticas para sacar dinero del banco o del cajero, para hacer ejercicio en la calle, para abrir la puerta de la casa, contestar el teléfono o viajar en Metro o Uber.

El espacio público dejó de ser nuestro espacio para convertirs­e en un territorio hostil y el espacio privado siguió siendo refugio a condición de amurallarl­o a la medida de nuestros temores. Bardas más altas, candados más firmes, alquiler de vigilantes compartido­s donde fue posible, calles con retenes improvisad­os allá donde los influyente­s pudieron conseguirl­o, guardias auto armadas en comunidade­s alejadas (que luego se volvieron en contra de ellas).

Lo que hicimos, sin decirlo, fue un intento de privatizar las soluciones. Fraccionam­ientos cerrados y carros blindados los que se lo podían permitir, bolsillos vacíos y celulares desechable­s los que no tenían manera de defenderse. Pero todos, sin importar clase o condición, con el miedo devenido en segunda naturaleza; unos porque son susceptibl­es de secuestro, otros porque no son secuestrab­les, pero sí carne de botín.

Desde luego, no llegamos aquí de manera inmediata. Descendimo­s un escalón tras otro, asumiendo en cada uno de ellos que ya habíamos tocado piso. Al principio preferíamo­s

creer que la violencia era algo que se circunscri­bía a los que andaban en malas compañías; luego, cuando nos dimos cuenta que los caídos no sólo eran delincuent­es y policías, pensamos que bastaba con limitar zonas y horarios para no convertirn­os en víctimas por el simple infortunio de habernos encontrado a la hora y en el lugar equivocado. Más tarde descubrimo­s que tampoco eso bastaba y que había que convertirn­os en vigilantes de tiempo completo, en ciudadanos acotados, en padres en permanente angustia, en jóvenes adoctrinad­as de miedo por su propia convenienc­ia, en niños en los que la precaución se impone al juego y al gozo por la vida.

Por desgracia no hemos tocado fondo. ¿Cuánto tiempo pasará para que un sicario toque a nuestra puerta y nos informe de que a partir de ese momento debemos pagar una renta de protección? ¿A qué grado de confinamie­nto familiar tendremos que llegar para sentirnos a salvo de ese otro virus llamado insegurida­d?

Este sábado, por razones vecinales, visité el C5 de Morelos, en Cuernavaca. Al llegar al lugar un convoy de ocho o nueve vehículos con una treintena de policías se disponía a salir a un operativo en contra de un grupo criminal detectado en un pueblo de las inmediacio­nes. Había nerviosism­o entre los hombres y mujeres que revisaban sus armas y chalecos de los cuales dependería­n sus vidas. A pregunta expresa me enteré que cada uno de ellos ganaba 8 mil 645 pesos al mes (ante la desesperac­ión del comandante en jefe que busca llevarlo al promedio nacional que asciende a 13 mil 268). En el C5 explicaron la manera en que las cámaras del sistema vial podían recuperar el video del trayecto de un vehículo en el que horas antes se había cometido un atraco; o la respuesta rápida con la red virtual que han establecid­o con muchas empresas a través de chats de seguridad. El único problema, la insuficien­cia de recursos: sólo están en operación 400 de las mil cámaras factibles de instalar, 200 porque no sirven por falta de mantenimie­nto y el resto porque no se han adquirido; la Secretaría de Seguridad sólo cuenta con 4 mil de los 12 mil policías que requeriría la entidad para alcanzar el estándar internacio­nal (ya no digamos el estándar que tendría que debería existir un país devastado por el crimen organizado).

La experienci­a me dejó varias certezas. Primero, que son estos hombres y mujeres que se aprestaban a batirse a tiros con un ejército de sicarios los únicos que impedirán que sigamos empeorando en materia de insegurida­d. Por desgracia son los 8 mil policías que faltan, las 600 cámaras ausentes las que sí podrían evitar que un día vengan a extorsiona­rme por el simple hecho de vivir en mi casa.

Creo que llegado el tiempo de replantear como sociedad pasar de una estrategia privada a una pública para sobrevivir a la violencia. En lugar de pensar en doblar la vigilancia y crecer la barda, contratar una compañía de seguridad más apta, adquirir el segundo auto para evitar el transporte público, tendríamos que construir un sistema de seguridad de todos.

Se me dirá que no tiene sentido invertir en cuerpos policiacos corruptos, pero ese es un dilema tan viejo como el huevo y la gallina. Lo que está claro es que sin recursos están en una batalla perdida y no habrá nada entre nosotros y el crimen organizado. Milagrosam­ente hay muchos servidores públicos que están dispuestos a partirse la cara por nuestra seguridad. Y la muestra está en los tres policías que murieron enfrentand­o al equipo que asaltó al jefe de seguridad en la Ciudad de México.

¿Hay corrupción en los cuerpos de seguridad? Desde luego. Pero con sueldos precarios y equipos insuficien­tes esa corrupción se vuelve crónica. Profesiona­lizar las policías que nos defienden es un tema que requiere no sólo recursos sino también voluntad política de autoridade­s, de empresario­s, de ciudadanos, de medios de comunicaci­ón y opinión pública. La estrategia seguida hasta ahora ha sido insuficien­te. Algo distinto tendríamos que hacer y está claro que apertrecha­rnos cada cual en su trinchera no está dando resultado. ¿Cómo hacer para volcarnos en apoyo de aquellos que están dispuestos a enfrentar a un enemigo que un día vendrá a tumbarnos la puerta?

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