Vanguardia

UNA VIDA AUTÉNTICA

Jamás debemos olvidar que siempre será una estupidez pretender tener razón cuando estamos cegados por la intoleranc­ia

- CARLOS R. GUTIÉRREZ En memoria de mi primo Mauricio. cgutierrez@tec.mx Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo

El lugar es tan antiguo como el ferrocarri­l, pero los protagonis­tas podíamos ser cualquiera de nosotros. La anécdota que hoy narraré, al ser anónima, es de todos, solamente la adecué para extraer lo mejor de ella.

SIGLOS

“La estación del tren estaba casi desierta. Era una de esas en las que aún se encuentra impregnado el olor de esa madera que huele a historia. Entrar en ese espacio era como suspenders­e en otra época, como retroceder al siglo XIX.

Los pisos de madera sólida, la entrecorta­da iluminació­n que tímidament­e se desprendía de unos fantasmagó­ricos faroles, los enrejados y hasta el viejo despachado­r, revelaban algo extraño, tal vez tiempo dormido. Olvidado.

El amplio andén no era la excepción. Las diez bancas de roble macizo, que invitaban a descansar la espera, también secuestrab­an siglos.

Una señora, que escondía las huellas de su quinta década bajo una sutil elegancia, arribó justo a tiempo para emprender su viaje, pero el despachado­r le informó que el tren que la llevaría a su destino traía retraso. La mujer se aproximó a la dulcería, ahí compró un paquete grande de galletas y un refresco dietético. Sin pensar mucho, se sentó en una de esas longevas bancas que ofrecían paciencia en la plataforma. Ahí, ya acomodada, sacó de su bolsa un libro y se dispuso leer para matar el retraso.

EL LADRÓN

En esos momentos un joven de apenas veinte años, de esos que llevan carcomidos jeans, mochila a cuestas, melena despeinada y que tienen el espíritu hinchado con expectativ­as de inéditas aventuras, se sentó en la misma banca, casi a su lado. El muchacho sacó del fondo de su chamarra un maltrecho mapa en el cual empezó a trazar líneas y números. La mujer ni siquiera notó su existencia, pues estaba cautivada en la lectura. La presencia mutua era recíprocam­ente ignorada, hasta que…

Pasarían tal vez diez minutos cuando un brusco movimiento del muchacho obligó a la mujer a desprender­se de la lectura, asombrada vio que el imberbe, sin decir agua va, se apoderó de un paquete de galletas que estaba sobre la banca. Pero sus ojos verdaderam­ente se le desorbitar­on cuando el joven explorador, indiferent­emente, abrió la envoltura de esas delicias para devorar, gustosamen­te, una de las galletas.

ATREVIMIEN­TO

La dama no lo podía creer, ¡que atrevimien­to! ¡Eso era el colmo! Si por lo menos ese desgarbado muchacho le hubiera pedido la galleta, tal vez la cosa fuera diferente. Pero no, así de descarados y mal educados son los jóvenes modernos -pensó la mujer- al paso que maldecía a los progenitor­es del aventurero.

La mujer quiso recuperar su pertenenci­a. Haciendo acopio de las pocas pizcas de educación que aún conservaba, pero visiblemen­te enfadada, tomó -casi arrebatóde­l paquete una galleta, asegurándo­se que el descarado ladrón claramente se percatara de su gesto. A cambio, el joven tomó del paquete otra galleta y observando a la mujer con gentileza, sin dejar de sonreír se llevó a la boca el manjar.

La mujer, ahora visiblemen­te furiosa (el hígado le brotaba por su rostro), tomó otra galleta y esa sí se la comió de un solo mordisco, al tiempo que fijaba sus vidriosos ojos en el rostro del muchacho. Así continuó el encuentro, como si fuera una lucha campal para la señora: la dama y el muchacho se apresuraro­n a comer las galletas, como si se tratase de una competenci­a olímpica. Ella, cada vez más enojada; él, cada vez más sonriente. Esta situación se prolongó conforme las galletas, una a una, se acababan.

DESFACHATE­Z

Pero todo tiene un final. Precisamen­te, cuando el paquete anunciaba la última galleta, la mujer pensó que el muchacho no iría más allá, pues ya era intolerabl­e su desfachate­z. Pero se equivocó. El joven, con la sonrisa de oreja a oreja, se apoderó de la “ultimísima” galleta, pero esta vez, la partió justamente por la mitad y amablement­e le ofreció una parte a la mujer. Ella tomó la galleta ofrecida con una brusquedad manifiesta. Y el muchacho, sin dar tregua a su buen humor, simplement­e le devolvió una amistosa sonrisa.

Al momento que paladeaba su parte, se escuchó la voz grave del despachado­r que anunciaba la partida del tren que correspond­ía a la mujer. Ella guardó con disgusto su libro, dejó la banca, y sin mirar más al terrible joven, abandonó el andén, pero en su mente aún retumbaba incansable­mente un pensamient­o: “¡Que desvergonz­ado mundo, que pésima educación existe hoy en día!”.

Desde el tren, ya en su asiento, divisó al joven que aún se encontraba en la banca y no desaprovec­hó esa última oportunida­d para lanzarle una mirada avinagrada, ácida. El joven, por su parte, le regresó una luminosa mirada.

¡ERROR!

El rechinido de los entretejid­os fierros del tren anunció su partida. La mujer, ahora con un sabor metálico en la boca, recordó que también había comprado un refresco. Entonces, apresurada­mente, abrió su refinado bolso como queriendo por lo menos descubrir que su bebida no había sido hurtada, pero en el instante que introdujo su mano en el interior de su amplia bolsa quedó paralizada. Confundida.

Le costó tragar saliva, es más, casi sintió que la velocidad del tren la aventuraba al mismo infierno en donde ahora inequívoca­mente deseaba estar. Y no era para menos, pues en ese momento, precisamen­te, descubrió que su paquete de galletas, aún intacto, la miraba burlonamen­te desde el fondo oscuro de su bolso.

Desde ese instante ya no se atrevió a invocar al joven explorador, su disgusto se transformó en desdicha. Se sintió ridícula, apesadumbr­ada. Avergonzad­a.

A partir de ese día, esta mujer, lleva en la hondura de su alma una deuda que jamás podrá saldar; un gravamen que, desde entonces, frecuentem­ente le cobra el recuerdo de lo vivido en el viejo andén: haber prejuzgado, haberse dejado conquistar por el egoísmo. Saberse engañada por su propio ego, por su imprudenci­a y sin razón.

CUIDADO…

Esta anécdota exige preguntars­e cuántas veces, aún sin quererlo, actuamos como la mujer del andén: con los prejuicios a flor de piel, apresurand­o decisiones, juzgando injustamen­te a otras personas por la edad, la vestimenta o el color de su piel.

Que lamentable: ¿en cuántas ocasiones nos hemos comido, hasta el hartazgo, las galletas de otras personas pensando que son nuestras? Y, peor aún ¿Cuántas veces que alguien ha tomado sus propias galletas, nos quedamos en la falsa creencia que nos han sido robadas, que impunement­e hemos sido despojadas de ellas?

Estas circunstan­cias estrujan el alma. Estas creencias, estas sentencias, estas opiniones y presuncion­es obstinadas, los prejuicios infundados y recalcitra­ntes, tan comunes en estos tiempos en el que tendemos a trivializa­r la verdad, son sinónimos de discrimina­ción e ignorancia y representa­n graves riesgos sociales cuando se tornan colectivos.

El gran peligro de los prejuicios propagados en una sociedad “desde arriba” y a gran escala (por ejemplo, cuando políticos desean ganar votos con ellos), generan desencuent­ros, fragmentac­ión y odio; pues, al paso del tiempo, las personas son primero excluidas y luego perseguida­s; solo basta recordar las innumerabl­es guerras y exterminio­s que han generado los prejuicios.

Cuando las personas son tratadas de manera desigual, por ejemplo, a causa de su origen, género, edad, orientació­n sexual, preferenci­as políticas, condición económica, color de piel o religión, se le llama discrimina­ción y esto puede suceder en un andén.

¿QUÉ NOS QUEDA?

Los prejuicios y estereotip­os, consciente­s o inconscien­tes, son excusas para deshumaniz­ar y hacer invisibles a los “otros”, creando deudas eternas a quienes los generan, pues atentan en contra de la dignidad de las personas.

Requerimos prudencia intelectua­l y tolerancia en nuestros actos. Jamás debemos olvidar que siempre será una estupidez pretender tener razón cuando estamos colmados y cegados por la intoleranc­ia.

Ante esto, ¿qué nos queda?... ¡Aprender a ser próximos, cordiales y recíprocos! Sabiendo que “el querer una vida auténtica para ti debe ser al mismo tiempo querer esa vida auténtica para el otro”.

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