Vanguardia

Plaza de almas

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El tiempo no sabe nada de equidad de géneros, y es más cruel con la mujer que con el hombre. Los años hacen del espejo un enemigo mortal de las señoras, en tanto que los señores le son indiferent­es. Te digo esto, Armando, para que no vayas a cometer jamás el error que varias veces cometió tu tío Felipe, o sea yo: pretender que lo que antes fue volviera a ser; buscar en este mundo la resurrecci­ón de la carne. Has de saber que a varias de mis antiguas novias les pedí un que así se llama en el amor de cama el hecho de volver a vivir lo que ya se vivió. Todas se negaron a darme ese presente, segurament­e por miedo a lastimar el pretérito perfecto. Una de ellas me lo dijo con claridad feroz: “Si quieres ver ruinas mejor te llevo a la casa que fue de mis abuelos”. Añadió luego: “Segurament­e la casa de los tuyos se halla en el mismo estado”. Hay un tiempo para todo, Armando. Lo dice el Eclesiasté­s, una de las partes del sañudo Antiguo Testamento, del cual me he mantenido cautelosam­ente lejos, excepción hecha del mencionado Eclesiasté­s, de los Salmos, los Proverbios y el precioso Cantar de los Cantares, el más bello poema de amor erótico que existe. En efecto, hay un tiempo para amar y otro para recordar lo amado sin intentar vanamente revivirlo. Tuve un amigo que era muy sabio sin saberlo. Asistió pocos años a la escuela, y eso lo salvó de complicars­e la vida con mil inútiles majaderías. Sin proponérse­lo llegó a ser hombre rico. De eso nada lo salvó. Pero como no llevaba el dinero ni en la mente ni en el corazón pudo llenar ambos espacios con sabiduría verdadera, y con verdadero amor. Fue él quien me aconsejó dejar en paz el pasado tratándose de cosas de mujeres. “Ellas ya no son ellas -me dijo-, y tú ya no eres tú”. Luego usó un símil que me hirió por la ironía que en él creí advertir: “Ellas son un árbol de hojas secas, y tú otro de ramas caídas”. Dime la verdad, sobrino: ¿crees que haya habido segunda intención en sus palabras? No me contestes; a final de cuentas eso no importa ya. Hace muchos años, tantos que casi no lo puedo olvidar, una hermosa dama me invitó a visitarla en su departamen­to. Vivía sola, sin otra compañía que la de sí misma. Al parecer era muy buena compañía, pues no daba trazas de sentirse sola. Ni siquiera necesitaba un perro, un gato o un libro. Habría resistido muy bien la soledad a que nos ha condenado la pandemia. Bebimos, lo cual es quehacer de solitarios, y la bebida me aguzó todos los sentidos. Oía incluso lo que ella no decía; miraba lo que no se podía mirar; percibí todos sus aromas; gusté su piel sin acercarme a ella, y cuando puse mi mano en su mano fue como si la hubiera puesto entre sus muslos. Ella lo notó, claro. Me dijo: “Ya sé lo que quieres”. Y me llevó a la cama. Esto de hacer el amor es obra de arte, Armando. Si no añades erotismo a la carnalidad, lo que hagas en ese campo -de plumas, dijo Góngora en alusión culterana al colchónser­á mero ejercicio animal, según lo piden los predicador­es que ven pecado en el placer. El amor de los cuerpos ha de ser tema con variacione­s; en caso contrario pronto se vuelve aburrimien­to. Aquella noche corrí el mejor de los caminos y otros más buenos aún. Pasados unos años volví a encontrar a aquella dama y le pedí que me invitara de nuevo a visitarla. Esbozó una sonrisa melancólic­a, si me permites el lugar común, y me dijo: “Ya no tengo vino”. Luego añadió. “Y por lo que veo tu copa también ya está agotada”. Dime la verdad, sobrino: ¿crees que haya habido segunda intención en sus palabras? No me contestes. A final de cuentas eso no importa ya… FIN.

remember,

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CATÓN

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