Vanguardia

¿NOYOLA?

- GUILLERMO FADANELL

Además de estar avocados a crear teorías de toda clase, los seres humanos somos animales simbólicos y requerimos de historias que escuchar y que narrar a los demás para imaginarno­s que el mundo en que vivimos es real y no sólo una ilusión, o un suceso evanescent­e. En otras palabras, es necesario hacerse de una mitología de cualquier clase que nos ofrezca tierra o fortaleza mundana para continuar bregando y haciendo camino.

No se me habría ocurrido escribir acerca de Samuel Noyola, el poeta regiomonta­no, si no es porque el periodista y documental­ista, Diego Osorno, me pidió hace tiempo narrar para su cámara un par de experienci­as acerca de mis encuentros con Noyola. Acepté porque Osorno es una persona gentil y su talento periodísti­co y creativo no es cuestionab­le. Sin embargo, varias personas me han abrumado con preguntas respecto al poeta desapareci­do hace una década, y por más que intento desentende­rme no lo he logrado, así que en esta columna relato brevemente mi experienci­a y mis opiniones ante el ruido, algo molesto, sobre este poeta de quien se comienza a construir un mito.

Samuel me buscó cuando vivía yo en el Centro a fines del siglo XX, en la calle de San Jerónimo; llegó golpeando la ventana y exigiendo que le abriera. Yo no sabía quién era y jamás había escuchado hablar de él. Por fortuna no cedí, pues se habría dado un altercado. Mi humor, en ese entonces, era detestable. El segundo encuentro fue en el Claustro de Sor Juana durante una presentaci­ón que hice de un libro de David Toscana. Al concluir, Noyola se acercó a mí para darme un abrazo. Nuevamente lo desconocí; “¿quién es este mamón?”, me pregunté. Él se ofendió profundame­nte de que yo no estuviera enterado de su existencia y se portó majadero e incluso me retó a mostrarle los brazos a ver si en verdad me inyectaba heroína. Añadió que yo era un farsante e intentó quitarme el abrigo —uno de peluche que yo usaba en aquellos tiempos del pop salvaje—. Fue suficiente y decidí que, muy a mi pesar, tendría que golpearme con aquel desconocid­o. Parecía duro de roer, pero en aquel tiempo yo disfrutaba las peleas. Los amigos que se hallaban alrededor de nosotros evitaron la reyerta, pero yo sabía que tarde o temprano el tipo aquel habría de rendirme cuentas. Era un patán, megalómano y mal agradecido. Su economía precaria lo llevaba a robar y a ofender a quienes le tendían la mano. A Eduardo Parra le robó sus pantalones cuando éste lo hospedó en su casa porque notó que las prendas eran de su misma talla. A Carlos M. Rentería le usurpó el dinero de sus revistas y además lo amenazó con golpearlo dentro de su oficina, en Álvaro Obregón. Hubo otros escasos encuentros que este espacio no me permite narrar, pero la última vez que vi al autor de Tequila con calavera fue en La Faena, al lado de la escritora Alejandra Maldonado. Allí se reveló otra persona; un niño, amable y buen conversado­r. Sus poemas no me desagradab­an, pero carecía de obra, además de que le gustaba juntarse con judiciales, los cuales, me imagino, lo hicieron desaparece­r en alguna de sus francachel­as. Especulo, pues no sé nada al respecto y tampoco me importa.

Cuando pienso en el número y calidad de las personas que he conocido y de las que he tenido noticia desde hace 30 años cuando se fraguó la revista “Moho”, me sorprende el alboroto alrededor de este personaje. Lo adjudico al buen trabajo de Diego Osorno, y a nuestra natural inclinació­n mitológica, además del valor de algunos poemas de Samuel. Recuerdo el carácter intenso y pendencier­o del poeta Roberto Vallarino; o el destino de Canek Sánchez Guevara (nieto del Che), que se entregó a un abismo desesperad­o durante sus últimos días. Me vienen también a la mente otros héroes de la vivencia como Fernando Nachón, Guadamur, el escritor Rubén Bonet y muchos más que han tenido vidas y obras absolutame­nte literarias. Por ello me sorprende el revuelo que causa Noyola. Evitaré ahora referirme a tantos personajes del undergroun­d (músicos, creadores, crápulas) y de la espesura nocturna que han poblado mi vida, para bien o para mal. Algún día.

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