Vanguardia

Cuadros plásticos

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

Yo procuro vivir intensamen­te para después recordar intensamen­te. Decía mi tía Conchita, única hermana de mi padre: “Al final nomás los recuerdos quedan”. Y yo digo que la nostalgia es cosa de quien ha vivido. No la tienen los que han pasado por la vida en traje gris, estólidos, resecos, sin amar ni comprender. En cambio aquél con quien la vida ha sido generosa le escribe cartas de amor continuame­nte y le dice: “¿Te acuerdas?”.

Yo, como el letrero de pulquería que recogió Elena Garro, tengo recuerdos hasta del porvenir. Del presente también tengo recuerdos. Por ejemplo, me acuerdo de que estoy escribiend­o ahora acerca del recuerdo. Pero de lo que tengo más recuerdos es del pasado. Eso es más fácil: tratándose de pretéritos hasta el imperfecto nos trae recuerdos bellos. “Ningún mayor dolor -escribió Dante- que acordarse del tiempo feliz en la desgracia”. Como dice el anuncio de la Mueblería José: “Mmmm. No sé”. Lo digo con el mayor respeto para el autor de esa humana tragedia que es la Divina Comedia. Cosa más triste debe ser hallarse en la desgracia y encima no tener un recuerdo feliz para evocarlo.

A algunos la Navidad les da tristeza. Y los entiendo: quizá perdieron a aquel amado ser con el que la gozaron; o los días navideños les reviven memorias pesarosas de una niñez amarga; o piensan en el dolor del mundo en estos días de pandemia, dolor junto al cual no se pueden cohonestar las alegrías de la temporada. No me hago fuera de la razón: también tengo tristezas, he padecido angustias y no soy ciego al mal que nos aflige ahora. Pero sucede que tengo ya 13 nietos, y eso es como tener 13 Navidades.

Con una quizá podría yo estar triste, pero ¿cómo estarlo, dígame usted, con 13?

-¿Está contento entonces, licenciado? -Mucho. Y si no me lo cree, míreme. Estoy sentado en mi sillón releyendo las aventuras de ese Quijote inglés que se llama Pickwick, inventado por otro inglés quijote, Charles Dickens. Estoy tomando un ponche al que le puse añadiduras de ron venido de Jamaica. Me llega de la cocina aroma de tamalitos calentándo­se... No es mucho lujo eso: un libro viejo, una taza de ponche, un rico manjar de pobres... Y sin embargo ¡cuánto lujo!

Ahora cierro los ojos un momento y me veo otra vez ante el aparador de una tienda en el centro de Saltillo. Han puesto ahí un cuadro plástico. -Perdone, licenciado: ¿qué es un cuadro plástico? -Es un género tan desapareci­do como la verdad. Le voy a decir qué era un cuadro plástico: era una especie de grupo escultóric­o formado por personas que se quedaban quietas durante largo rato para que las miráramos. La gracia estaba en el gesto, pero sobre todo en la inmovilida­d. Este cuadro plástico que ahora veo representa la Anunciació­n. Una linda muchacha de cabellos negros -enamoraba al mirarla- hace de Virgen María, y otra muy rubia es el arcángel San Gabriel. Ella también enamora, pero por ahora es arcángel. La Virgen está arrobada. El mensajero celestial le ofrece una azucena. Ambas muchachas están inmóviles, como estatuas de mármol color carne. O al revés, según se vea: como estatuas de carne color mármol. Perdóneme si me quedé callado. Me ensimismé –me enmimismée­n el recuerdo, en aquel recuerdo de los cuadros plásticos, y de las vírgenes y los arcángeles... -¿Está contento entonces, licenciado? -Mucho.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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