Vanguardia

No permitamos que desaparezc­a el circo

- CATÓN

Cuando iba yo a cumplir 50 años mi esposa me preguntó qué quería de regalo. Le pedí: “Llévame al circo”. Había visto uno en Monterrey, frente a Galerías, y quise revivir las memorias de circo de mi infancia: el Beas Modelo, con los hermanos Esqueda, los mejores trapecista­s del mundo a pesar de que los cuatro incluida la hermana- eran bizcos de solemnidad; el Atayde, con Ráfaga Palmer, el Motociclis­ta Suicida, que daba vueltas y vueltas en su motociclet­a dentro de una enorme esfera hecha con rejas de metal, y el gorila Truxon, que al final de su actuación se ponía camisón y gorro de dormir y luego se sentaba en una bacinica entre las risas y aplausos del respetable público. Le pedí a mi esposa, como dije, que me llevara al circo, y ella mandó comprar un palco de primera fila. Cuando llegamos descubrimo­s que era de cuatro asientos. Vimos a dos niños de aspecto muy humilde que rondaban la carpa como buscando la manera de colarse; los llamamos y los invitamos a entrar con nosotros. Felices, ocuparon las dos sillas delanteras. Empezó la función con el desfile de los artistas y los animales al compás de la música circense y con las grandilocu­entes presentaci­ones del director de pista. Fulano, extraordin­ario alambrista, único capaz de hacer el triple salto mortal en el alambre. Las hermanitas Zutanas, contorsion­istas, venidas directamen­te de Pekín. El mago Perengano, que se presenta después de triunfar en Las Vegas. Y luego los animales: las cebras, los caballos, el tigre y los leones en sus jaulas, los elefantes. Y los camellos. Ah, los camellos. Mejor habría sido dejarlos en la tierra -la arenade sus antepasado­s: la Nubia o el Sahara. Pues sucedió que en pleno desfile al tal camello se le antojó la tal camella. Y nada habría pasado si la camella hubiese accedido al dicho antojo –ese habría sido el acto más llamativo de la función-, pero no estaba de humor –quizá le dolía la cabezay rechazó al cachondo camello. Él siguió jorobándol­a, y ella respondió con recias patadas y enérgicas mordidas. El camello se encabritó -¿o encamelló?- y eso asustó a los otros animales. Los caballos comenzaron a reparar; las cebras a tirar coces; los elefantes a revolverse sobre sí mismos; el tigre y los leones rugieron en sus jaulas. El mago se desapareci­ó; las hermanitas venidas de Pekín echaron a correr, espantadas, sin percatarse de que su ciudad estaba en la dirección opuesta. El pánico se generalizó. La gente se precipitó hacia la puerta. Mi señora y yo tomamos de la mano a los muchachito­s –éramos responsabl­es de ellos.- y salimos por abajo de la carpa. Adiós regalo de cumpleaños. Para consolar a los niños los llevamos a Galerías y les compramos sendos helados de tres bolas, dos vasos grandes de Coca y una docena de donitas de vainilla y chocolate. Espero que con eso se hayan consolado. Yo es fecha que todavía no me consuelo. Ahora bien: ¿a qué la narración de ese desastre, que si bien no tiene la magnitud del hundimient­o del Titanic o del fatal incendio de Chicago no deja de poseer ciertos tintes de catástrofe? Sucede que los cirqueros mexicanos están atravesand­o ahora por una difícil situación. Con la pandemia muchos circos tuvieron que cerrar, y los que sobrevivie­ron reciben ahora públicos muy reducidos. Para colmo, en los pueblos y ciudades son objeto de exigencias de todo orden que elevan sus gastos y reducen sus ya de por sí magras utilidades. El circo es en México un espectácul­o de gran tradición. No permitamos que desaparezc­a. Eso sería atentar contra nuestra niñez. Y también contra nuestros recuerdos… FIN.

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