Vanguardia

Lágrimas del universo

EUGENIA FLORES SORIA

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Hace mucho leí un poema de Boris Pasternak donde decía que la poesía era una gota del mundo en una rama. La imagen se quedó conmigo desde el principio y la tengo presente casi siempre. Hoy la recordé al leer, de nuevo, la poesía clásica de oriente. Cada año, por estas fechas, llego en mi clase al tema de la Dinastía Tang y sus grandes poetas Li Po, Han Yu, Wang Wei y otros más. Después pasamos a la poesía japonesa, las tankas y el haiku. Le he dedicado ya varias columnas a la maravilla que me causan estas obras que conozco de lejos a través de las limitacion­es de la traducción. Pero aun así percibo la fuerza de los versos, que traspasa épocas y lenguas. Entre los libros nuevos que llegaron este año, leí un poema titulado “Canción” de Tch’ en T’ao, poeta del siglo IX. Dice: “Juraron acabar con los hunos, costara lo que costara. / Con sus abrigos de piel cinco mil guerreros cayeron en el llano. / Esos huesos anónimos a la orilla del río / todavía tienen forma de hombres en los sueños de sus mujeres”. Pasternak tenía razón. En apenas cuatro versos, una gota de aquel mundo se conserva en las palabras.

En el libro de poesía clásica que consulté aparece también la historia de Po Chu-yi (772-846), un célebre poeta chino de la dinastía Tang. Nos quedan 2 mil 800 poemas suyos. En una nota al pie dice: “Preocupado por la sencillez y la claridad, se cuenta que antes de publicar sus poemas los leía a su cocinera y si ésta no los comprendía, los rompía”. El poema selecciona­do se llama “El insensato”. “Hago versos y así pierdo mi vida”, declama, “soy un escándalo de la naturaleza”, agrega. Su amigo Tu Fu le escribe una carta: “La gente dice que somos los poetas más notables de estos días. / Nuestras casas son pobres, nuestro renombre mínimo. / Mal comidos, mal vestidos, los criados nos miran desde arriba. (…) / Solo nosotros sabemos lo que somos. / Un día, junto a los poemas de los grandes muertos, / alguien leerá los nuestros. / Al menos tendremos descendien­tes”. Y aquí estamos, mil 300 años más tarde, desde el otro lado del mundo, leyendo sus obras en una lengua que aún no existía cuando Po Chu-yo y Tu Fu hacían poemas.

En la parte de Japón, en el libro de “El mundo antiguo IV”, aparece la biografía del poeta y crítico literario Ki no Tsurayuqui (868-946), que se hizo famoso por escribir un breve prólogo donde condensa, sabiamente, una definición muy bella de la poesía japonesa. Resulta que en el año 905 el emperador Dalgo le encarga, junto a los poetas Oshikochi no Mistune y Mibu no Tadamine, realizar la antología “Kokinshu”. Este trabajo reúne mil 111 poemas en las formas clásicas: tanka, choka y sedoka. Aquí las líneas que inmortaliz­aron a Tsurayuqui: “La poesía japonesa tiene por germen el corazón humano y se desarrolla en innumerabl­es hojas de palabras (…) ¿Quién es el hombre que no hace poesía al oír el canto del ruiseñor entre las flores o el de la rana que vive en el agua? Poesía es aquello que, sin esfuerzo, mueve cielo y tierra y suscita la piedad de los demonios y dioses invisibles; es aquello que endulza los vínculos entre hombres y mujeres y aquello que puede confortar el corazón de los feroces guerreros”.

Son tres los párrafos en los que que Ki no Tsurayuqui tocó el centro de la poesía y supo cincelar un retrato de este arte en aquella época, en la que parecía inconcebib­le negarse a la contemplac­ión. Es un escenario difícil de imaginar. Tanto en la tradición china como en la japonesa (la primera influyó fuertement­e en la segunda) hay una presencia de la sencillez y de la naturaleza. El aleteo de una mariposa, la nieve que invadía los paisajes, la melancolía de estar lejos de casa, una cigarra o una nube podían convertirs­e en la expresión de un instante poético, de una emoción genuina y fuerte. Parece que no hay acontecimi­ento pequeño que escape a los ojos de un poeta sensible. Regreso al verso de Pasternak: el poema como “una gota del mundo” o, quizá, según otra versión, como “lágrimas del universo en una vaina”.

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