Vanguardia

Comer y cantar, y no trabajar

‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

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-I-

¿qué se hicieron aquellas cantadoras que llenaban las carpas del ayer con su agria y recia voz? Lucían traje popular: enaguas hasta el suelo, blusa bordada, huaraches, rebozo de bolita... Los cabellos, negros y reluciente­s por la brillantin­a, se los peinaban en largas trenzas que llegaban hasta la cintura y remataban en moños hechos con listones verdes, blancos y rojos, como la bandera.

Cantaban las canciones de Lucha Reyes, y cantaban también coplas picantes que hacían lanzar gritos a los hombres y mirarse entre sí con sonrisa de entendimie­nto a las mujeres.

“Pajarito hermoso, pico de rubí: yo tengo una jaula de oro para ti.

Pajarito hermoso, pico de coral: aquí está mi jaula,

¿no quieres entrar?”.

Se fueron aquellas mujeres tan mexicanas, tan del pueblo. Queda en mí su memoria. Esa memoria tiene chapas rojas, y un lunar dibujado con lápiz tinta cerca de la boca.

- II -

En las cantinas de antes –no sé si en las de ahora– había siempre disponible una buena dotación de huevos duros que compraban a desgana los borrachine­s a quienes el cantinero exhortaba a comer algo, si tanto estaban bebiendo.

En una de esas cantinas había hace mucho –en los felices tiempos cuando había monedas de uno y dos centavos–, el letrero anunciador de aquella mercancía:

HUEVOS DUROS:

5 ctvs.

Por el huevo en sí: 1 ctvo

Por cocer el huevo: 1 ctvo. Trabajo, desgaste y desgüangui­lamiento de la gallina: 2 ctvs. Comisión para el gallo: 1 ctvo. TOTAL: 5 ctvs.

- III -

Don Septimio, hombre viejo que vivía en un pueblo del centro de Tamaulipas, era el hombre más perezoso de este mundo. Me llevaron a verlo a fin de que conociera al mayor ejemplar de haraganerí­a del universo. Lo encontramo­s en el portal del frente de su casa de rancho. En una hamaca tendida entre pared y pilar estaba tendido. Le habían puesto enfrente una gran barra de hielo, y tras de la barra soplaba un ventilador cuyas aspas le echaban el aire, refrescado por el hielo. Bebía un jaibol el hombre; fumaba pausadamen­te un puro; veía fijamente al techo. Su señora, sentada en una silla de tule junto a él, lo abanicaba en silencio, y le limpiaba el sudor de vez en cuando.

-¿Qué hace, don Septimio? -le preguntó a guisa de saludo el que me acompañaba.

-Aquí -respondió el viejón-, dándome en la madre con esta chingada vida.

Como dicen en el Potrero: ¿Pa’ qué sirve un hombre así?

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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