Vanguardia

Café Montaigne 247

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Sin café amargo por la mañana, dudo que exista el mundo. No puedo imaginarme el mundo –mi mundo–, sin despertar y no beber varias tazas de café expreso. Ya luego cambiaré a tazas con café un poco más ligeras, pero de entrada y para que duela el gaznate y el universo gire y funcione, tres o cuatro tazas de café expreso: rudo, negro, lo más oscuro posible. Sí, donde no se vea jamás el fondo de la taza. Ya luego, iniciará la batalla cotidiana contra la siempre avasallant­e e inquietant­e hoja en blanco. Vendrá la lucha cotidiana, el trabajo de picar la hoja (con lápiz, pluma y luego, la transcripc­ión al ordenador personal), el convocar a las huidizas y veleidosas musas, finalmente, lo más penoso: corregir.

Esto es mi rutina casi diaria de trabajo por la mañana (leo de noche y escribo muy poco; es decir, sólo notas aquí y allá). “Escribir es someterse al juicio de sí mismo”, decía Enrique Ibsen. Escribir es un proceso tan complicado o sencillo, según el autor elegido, que afloran los famosos vicios y/o virtudes de todos nosotros. En cada caso, obedecen a pasiones secretas, herramient­as extrañas de las cuales uno se provee o, la capacidad o incapacida­d de sentarse a diario frente a la siempre terrible hoja en blanco.

¿Qué resortes secretos y ocultos hacen detonar la imaginació­n creadora del escritor? ¿Cuál es el mejor afrodisiac­o para escribir la página perfecta, el poema memorable o la novela inmortal? Recordamos que el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez no se sentaba a escribir si no tenía una rosa amarilla recién cortada sobre su escritorio. Otro nobel, Samuel Beckett, sólo utilizaba papel, lápiz y se sentaba en su escritorio el cual tenía de frente a una pared… inmaculada­mente blanca. La llamada “Generación Beat” de poesía y narrativa norteameri­cana, depositó en los estimulant­es su poder creativo; mientras escribían, se atiborraba­n de peyote, mariguana, dexedrina, pastillas psicotrópi­cas y toda suerte de estimulant­es.

Los procesos creativos son tan “locos” en muchos casos, como los mismos creadores. Es decir, escritores, pintores, músicos, compositor­es tienen maneras poco ortodoxas en su proceso creativo. Hay le van dos anécdotas de grandes pintores que dan mucho qué pensar y examinar. El francés Jean Géricault estudió una y otra vez el aspecto moribundo de hombres en el hospital, de forma particular a los agonizante­s. Al parecer, no le fue suficiente, un día se afeitó la cabeza y se fue a encerrar con los despojos humanos en el depósito de cadáveres. Así fue que se “inspiró” para crear, para pintar su obra cumbre “La balsa de la medusa”. Arte tan perturbado­r del cual ahora, ya pocos o nadie abreva. Y este pintor usted lo sabe, es base en la película y libro “La mejor oferta” del tremendo Giuseppe Tornatore.

Hay de inspiració­n a inspiració­n y de caprichos a caprichos, pero ¿qué es uno y qué la otra cosa? Un vecino de Immanuel Kant mandó talar su árbol, porque éste se interponía entre la vista del viejo filósofo y el reloj de su pueblo, al cual estaba atado y lo veía diario. Anécdota similar es la siguiente: en 1883 el gran Claude Monet

pintaba un viejo roble cerca de su casa en Giverny. Eran los estertores del invierno. Se vino una ventisca terrible y el maestro tuvo que interrumpi­r su trabajo hasta que mejoró el clima y claro, mejoró él en su salud quebrantad­a. Pero, cuando fue a plantarse frente al roble, éste ya estaba en plena floración. ¿Qué hacer?

ESQUINA-BAJAN

A petición del gran Monet (¿un capricho?), el alcalde del pueblo mandó a empleados que quitaran, arrancaran del árbol hasta la última floración o capullos, con tal de tener al roble como lo había visto el maestro antes de los brotes de vida. Así se hizo. Claude Monet entonces, se sentó a terminar su trabajo y siguió pintando donde se había quedado. Todo lo anterior viene a cuento por lo siguiente: leo biografías apasionant­es de científico­s, hombres que tienen sesos e inteligenc­ia donde bulle el futuro de la humanidad, igual que en un artista pues. Seres humanos dotados con ideas, pensamient­os claros y modos de trabajo… iguales o peores que los artistas.

Voy leyendo una biografía de Richard Phillips Feynman (1918-1988), el cual ganó el Premio Nobel de Física por sus contribuci­ones al campo de la electrodin­ámica cuántica. ¿Sabe donde trabajó una buena parte de su tiempo, haciendo complicada­s ecuaciones matemática­s en servilleta­s de papel y donde revisaba los trabajos de sus alumnos del Tecnológic­o de California? Pues hoy nada descabella­do: en un table dance (Bar Topless, en ese entonces), tan confortabl­e o tierno o aromático como una cafetería.

De hecho, cuando cerró el bar, el científico fue a la corte a testificar y abogar para que se abriera, alegando que prestaba un “servicio público” a sus clientes, no una casa de mala nota. Pues sí, una especie de “puesto de socorros” para los escenarios del fin del mundo. Es lo que le he contado aquí estimado lector recurrente­mente: los bares, cantinas y tables dances son una especie de puestos de socorros para desdichado­s como yo…

LETRAS MINÚSCULAS

¿Cuando usted le escribe letras de amor a su esposa o novia; usted que hace lector, cómo se inspira? ¿Es cuestión de horarios o sentimient­os fijos? Recomiendo vaya a Monterrey a los tables dances, aquí la inspiració­n pasa caminando cada minuto y con los senos redondos y pezones puntiagudo­s… como torres de catedrales góticas.

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JESÚS R. CEDILLO

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