Vanguardia

A dos años de la muerte de dios

- MARCOS DURÁN @marcosdura­nf

Una vez hubo un niño con un pie izquierdo mágico. Su nombre era Diego Armando Maradona, nacido en un barrio pobre de Buenos Aires, Argentina que, a los 10 años, deslumbrab­a a los estadios durante el medio tiempo en los partidos de fútbol profesiona­l, con un show en donde hacía flotar el balón con su pie, la rodilla, la cabeza, perdido en un éxtasis travieso y cuando los árbitros intentaban detener el show y volver al segundo tiempo, la multitud los abucheaba.

Ese mismo niño creció y a los 19 años, llevó a la selección juvenil de Argentina al campeonato mundial juvenil de 1979. Los generales que gobernaron su país con mano de hierro, promoviero­n su triunfo para desviar las investigac­iones de sus atrocidade­s, una señal temprana de que el aura de Maradona trascendía el futbol. ¿Así que cómo podíamos esperar que un niño manejara esta carga, donde las dimensione­s de su fama fueron totalmente irracional­es?

A los 25 años, conquista el Mundial del 86 y se corona como el mejor de los mejores. Era un dios de figura baja y corpulenta, burlaba rivales abriéndose paso con su pierna izquierda. Yo vi ese partido en contra de Inglaterra y comprobé el vertiginos­o hechizo donde un solo partido, en cinco minutos se convirtió en un microcosmo­s de toda su carrera con la “Mano de Dios” y cinco minutos después el mejor gol de la historia del fútbol.

Luego llegó la década de los noventa y su declive prolongado, una lucha pública dolorosa entre dos adicciones: el futbol y la cocaína. Desde entonces el mundo del futbol se enfrentó a un futuro sin él y sin nadie que haya podido reemplazar su genio.

Maradona se levantó tantas veces de las cenizas como lo hizo en Barcelona en 1983, después de que un zaguero vasco le demoliera el tobillo y antes del Mundial de Estados Unidos en 1994, cuando fue expulsado a mitad de torneo después de una prueba de drogas. Después de eso en el Boca Juniors de sus amores, los fanáticos vieron destellos de la vieja brillantez. Jadeaba en busca de aliento en el campo, pero aún podía realizar pases increíbles y dar rienda suelta a un asombroso tartamudeo.

Se habló de que debería alistarse, como un pistolero retirado que regresa para un último enfrentami­ento, y jugar en la Copa del Mundo de Francia 98. Pero una prueba de orina al azar arrojó resultados positivos. Cocaína, decían los rumores. El ídolo volvía a caer.

Un año después, en diciembre de 1999, Maradona ingresó en un hospital de la ciudad de Buenos Aires. Un reporte de un médico de la familia reveló que Diego murió durante unos segundos antes de ser reanimado y traído a la vida de vuelta. Como Lázaro, se levantó y anduvo por veinte años más por este mundo que lo odiaba y amaba al mismo tiempo.

Él fue lo mejor y lo peor del deporte y de la sociedad. Sus heroicidad­es fueron tan prodigiosa­s como sus yerros. Lo mismo se acercó a Fidel Castro, Hugo Chávez y otros personajes impresenta­bles, en una necesidad de confrontac­ión permanente. Fue un hombre que perdió todas sus guerras personales como sus adicciones y acusacione­s de maltrato a las mujeres. Camaleónic­o, de pronto se le veía atormentad­o y con la cara hinchada atacando ya no a rivales en la cancha, sino a enemigos unos reales y otros imaginario­s.

Nació en un mundo que lo arrojó a la pobreza del barrio Villa Fiorito de Buenos Aires en donde él mismo describía en una de los cientos de biografías que le escribiero­n: “Yo crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono”. Un terremoto en sí mismo. Se peleaba con todos y también ayudaba a todos. Un hombre impulsivo, arrebatado, pecador, un humano normal como el que años atrás describier­a el escritor Jean Paul Sartre: “Mitad víctima, mitad cómplice, como todo el mundo”. Diego fue una especie de ficción, una que le intento explicar a Rodrigo, mi hijo, quien me abraza al verme llorar por la muerte hace ya dos años del genio, como si se tratara de una tragedia familiar y al que aburro mostrándol­e el juego ante Inglaterra en el Estadio Azteca de ese lejano año de 1986.

¿Y es que cómo hago entender a mi hijo que Diego fue mejor que Messi, Cristiano y que nunca habrá otro como él? Mi hijo me abraza fuerte porque ve cómo su padre aún llora por un futbolista que se llamaba Diego Armando Maradona. Un genio que jugó como quiso y vivió como quiso. Palabra de Dios.

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