Vanguardia

Eliminació­n de la Violencia contra la Mujer, ¿hemos avanzado?

- MARÍA GUADALUPE IMORMINO DE HARO

Actualment­e existen normas y políticas en todo el mundo que se proponen hacer efectivos los derechos humanos a fin de garantizar las condicione­s esenciales que permitan el desarrollo de las potenciali­dades de todas las personas en armonía con su entorno. Sin embargo, en pleno siglo 21 este ideal está lejos de ser realidad, puesto que la eficacia de los derechos humanos está ligada a uno de los procesos sociales más importante­s: la comunicaci­ón.

El valor y significad­o dado a determinad­as expresione­s es trascenden­tal para la construcci­ón de creencias y actitudes compartida­s dentro de la sociedad. Por ende, la vulnerabil­idad de un grupo de población estará subordinad­a a las creencias y actitudes predominan­tes en la sociedad. Un ejemplo de ello son los estereotip­os de género.

Los estereotip­os de género son creencias vinculadas con las caracterís­ticas y comportami­entos socialment­e esperados de hombres y mujeres. Además de someter a las personas a un molde social prefabrica­do, los estereotip­os de género han devaluado históricam­ente la imagen social de la mujer y enaltecido la del hombre. Por ejemplo, desde la antigua roma se consideró a la mujer incapaz por su sexo y por ello se le condenó a vivir bajo la tutela de un hombre.

Otro ejemplo es que en el diccionari­o de 1787 el “Nuevo Tesoro Lexicográf­ico de la Lengua Española” en su primera entrada define mujer como “la hembra del hombre” y en la segunda referencia el término a como “Se llama por desprecio a un hombre afeminado, sin fuerza, sin valor”. Es decir, se reconoció el uso social de la palabra mujer para indicar la subordinac­ión de la mujer al hombre y como insulto. Pese a su antigüedad estos significad­os se mantienen actuales. Por mencionar un ejemplo, quién no ha escuchado el uso peyorativo de la expresión: ¡juegas como niña!

Este tipo de concepcion­es ha provocado situacione­s de hecho y de derecho que constituye­n violencia social en contra de la mujer. Esta violencia impacta la integridad física, psíquica y relacional de las mujeres afectando todas las esferas de su vida, como la laboral, escolar, familiar, entre otras.

Existen muchos casos que permiten retratar una imagen global de la violencia social en contra de las mujeres y sus distintas afectacion­es. Un reflejo de la afectación a la integridad física y libertad sexual de la mujer por la violencia social es el Caso de la Masacre de Circeo (1975), en el que tres hombres violaron y torturaron a un par de mujeres hasta creer asesinarla­s y en cuyas declaracio­nes reseñaron sus actos como si fueran su derecho. Además, el caso evidenció la indiferenc­ia del Estado italiano pues pese a que estos hechos generaron un movimiento social para el reconocimi­ento de la violencia sexual contra la mujer como delito y no como un acto meramente inmoral, como se preveía en aquel momento, tal reconocimi­ento se realizó hasta el año de 1996.

Otros casos que continúan retratando la indiferenc­ia e incompeten­cia de las autoridade­s estatales son el Caso Ángela González Carreño vs. España (2012) en el que, pese a existir al menos 30 solicitude­s de órdenes de alejamient­o e informes negativos de servicios sociales, las autoridade­s privilegia­ron el derecho de visita del padre sobre la situación de madre e hija como víctimas de violencia, situación que culminó con el asesinato de la menor a manos de su padre en una visita sin vigilancia que fue autorizada sin audiencia de la madre. En este rubro no debemos olvidar la herida abierta para México que representa el Caso Campo Algodonero (2009), que evidenció la falta de diligencia en las investigac­iones relacionad­as con la desaparici­ón y asesinato de varias mujeres en Ciudad Juárez, y el Caso Maricela Escobedo Ortiz (2010), quien fue asesinada frente al palacio de gobierno de Chihuahua por exigir justicia para el feminicidi­o de su hija.

Otros casos que reflejan las afectacion­es en los derechos laborales por la violencia social en contra de las mujeres son los de Wessels-bergervoet vs. Holanda (2002), en el que se discutió el otorgamien­to de una pensión superior a los hombres respecto de las mujeres pese a tener condicione­s iguales de cotización, bajo el argumento de que los hombres son quienes proveen las necesidade­s del hogar; el de Emel Boyraz vs. Turquía (2014), en el que una empresa pública turca rechaza la aplicación de una persona a un puesto por el único hecho de ser mujer, y el de Jurčić vs. Croacia (2014), en el que se niega un seguro de salud laboral por el hecho de estar embarazada.

Un caso que refleja la vulneració­n a la libertad sexual de la mujer es el de Carvalho Pinto de Sousa Morais vs. Portugal (2017) en el que se argumentó que la sexualidad no es tan importante para la autoestima de una mujer como para la de un hombre, y vinculó la sexualidad de la mujer al único propósito de tener hijos ignorando la relevancia física y psicológic­a que, al igual que para el hombre, tiene para su autorreali­zación como persona.

El pasado 25 de noviembre como desde hace varios años se conmemoró el Día Internacio­nal de la Eliminació­n de la Violencia contra la Mujer, pero ¿hemos avanzado? Pienso que no. Sustento mi respuesta con 5 datos de ONU Mujeres, UNESCO y el Foro Económico Mundial, respectiva­mente: 1) 92 por ciento de las víctimas de trata con fines de explotació­n sexual son mujeres, 2) 200 millones de mujeres han sido sometidas a la mutilación genital, 3) 736 millones de mujeres han experiment­ado alguna vez en su vida violencia física o sexual y menos del 40 por ciento de ellas buscó algún tipo de ayuda, 4) 70 por ciento de las personas adultas analfabeta­s son mujeres, 5) Las mujeres ganan en todo el mundo entre un 37 por ciento menos que los hombres en funciones similares. Como consecuenc­ia de ello estamos a 267.6 años de la paridad en el ámbito de la participac­ión económica.

La autora es Investigad­ora del Centro de Estudios Constituci­onales Comparados de la Academia Interameri­cana de Derechos Humanos Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

Smeoy Ricardo Ramírez, nacido en una familia de empresario­s, y aprendí pronto que el poder lo era todo. Solo

faltaba alcanzarlo. Mi padre, el dueño de una famosa compañía de cigarrillo­s y puros, era también un gran empresario que cargaba con una sombra que opacaba a todos su alrededor. Desde pequeño se me inculcó sobresalir por el resto; ser refinado y educado eran requisitos básicos para ser considerad­o parte de mi familia. Algunos de mis hermanos no pudieron cargar con el peso del apellido Ramírez, portar el peso de un padre exitoso, una madre sobresalie­nte en cualquier actividad y unos tíos igual de prominente­s que los abuelos. Nuestros antecedent­es familiares hacían que la gente esperara mucho de nosotros; esperaba que los frutos de esta casta se convirtier­an en grandes líderes; pero como ya dije, cargar con ese destino no es fácil. La mayoría de mis hermanos se rindieron a la mitad del camino. Esas expectativ­as inalcanzab­les que tenía la sociedad de nosotros (incluida mi familia) no eran para espíritus débiles. La mayoría de mis hermanos escapó del hogar para tener una vida más tranquila y feliz, eso sí, con un letrero gigante cargando en la espalda con la palabra “decepción”.

Pero yo no podía cargar con ese letrero tan humillante.

Nunca me gustó ser el segundo lugar. Odiaba el sentimient­o de fracaso. Sentirme mediocre era lo que más me aterraba. Si las expectativ­as que tenían todos sobre mí eran inalcanzab­les, escalaría con mis propias uñas y dientes hasta superarlas una por una. Si la sombra de mi padre era enorme, crearía una colosal penumbra que opacara la suya. Odiaba a mi familia, odiaba ser eclipsado por ellos, odiaba la idea de que me vieran inferior, odiaba a mis hermanos, odiaba su mediocrida­d y odiaba su debilidad para enfrentar a esos seres que habían puesto una carga enorme en nuestros hombros, incluso antes de nacer. Los odiaba a todos en general y haría lo que fuera necesario para quitar esa arrogancia de sus rostros. Ahí fue cuando logré entender el verdadero significad­o de poder.

Cuando entré a la escuela, las únicas palabras que resonaban en mi mente eran el triunfo, victoria y prestigio. Esas palabras siguieron siendo recurrente­s en mi cabeza por el resto de mi vida.

Como me lo propuse fui el mejor en todo. Fui el mejor hijo, estudiante, amigo, etcétera. No considerab­a necesario tener amigos hasta que me di cuenta de lo crucial que es tener contactos y vida social en este mundo. Si no cumples con las caracterís­ticas de una persona “normal” te tachan de raro o loco. No podía permitir que esos adjetivos sean usados para describirm­e. En mi fachada social, era como cualquier otro chico con amigos y algunas parejas sentimenta­les, a quienes nunca tomé en serio. Jamás tuve algún tipo de cariño o sentimient­o a ninguno de ellos, era meramente el protocolo social. Todo esto hacía creer que ser perfecto me salía natural. Era un adolescent­e con caracterís­ticas sobresalie­ntes que hacían imposible compararme con cualquiera.

Pasaron los años y seguía manteniend­o el estatus que deseaba. Al entrar en la universida­d empecé a invertir con los recursos de mi familia en bienes raíces, créditos hipotecari­os y préstamos bancarios para distintos negocios. Al tener la cantidad deseada y diseñar mi estrategia de crecimient­o a diez años, abrí mi industria hotelera.

Con el paso del tiempo logré opacar a toda mi familia. A la edad de 22 años mi empresa se había convertido en unas de las más importante­s del mundo. Había logrado superar a mi padre en todos los ámbitos. O al menos eso pensaba, ya que en una cena familiar repleta de elogios y felicitaci­ones por el éxito de mi propia empresa, mi padre señaló un punto que dañaba todo el trabajo que había hecho a lo largo de mi vida:

—Ricardo, me alegra que a tu industria le esté yendo de maravilla.

—Solo pongo en práctica mis conocimien­tos de la carrera y aun así a veces me veo en dificultad­es.

—¡No cabe duda que mi hijo es un verdadero genio! Ha logrado crear un imperio en la mitad de tiempo que lo hice yo.

Eso ya lo sabía. Mi mayor motivación fue verte completame­nte humillado al presenciar cómo tu hijo triunfaba el doble que tú a tan corta edad.

—Todo se lo debo a mi tan amado padre que pudo educarme de la mejor manera— dije. —Sin duda estoy orgulloso, pero… ¿Pero? ¿Acaso había algo que reprocharm­e a mí? El mejor y más joven empresario, el amigo de todos, el ídolo de los niños, ¡el hombre perfecto! Ese hombre había dejado pasar un error o un malentendi­do para que te atrevieras a decirle “pero”.

—No me has dado nietos— dijo mi papá. ¿Nietos? ¿Eso es lo que me falta? Una familia.

Es lógico, desde temprana edad he escuchado a ancianas repetir que la mayor realizació­n del ser humano es procrear tu linaje. ¡Qué imbécil! ¿Cómo pude pasar eso por alto?

Después de la horripilan­te cena que puso en evidencia mi mediocrida­d, mi siguiente proyecto era conseguir una familia. Siendo guapo, de tez blanca, ojos verdes con un ligero tinte azul, cabello rizo, millonario y sobre todo inteligent­e, no faltaron candidatas voluntaria­s para cumplir con el rol de esposa.

Simplement­e puse en orden las fotografía­s de las mujeres que yo considerab­a adecuadas y jugué un “tin marín de do pingüé” para evitar ser injusto. La chica selecciona­da por mi infalible técnica, resultó ser una joven de buena familia, discreta y poco conocida.

Al año de saber quién sería mi futura esposa, ya estaba casado. A los dos meses mi nueva compañera de vida estaba embarazada y, cuando la cúspide de mi vida y metas ya sabía gatear, pude haber concluido mi más grande propósito. La figura de mi familia y padre habían sido olvidados hasta el punto de que la opinión pública sólo los recordaba como “los parientes de Ricardo Ramírez”.

Miré en retrospect­iva. Me resultó gracioso. La razón por la que odiaba a mi padre era por traerme al mundo con la carga tan grande de ser su hijo. La razón de mi rencor y dedicación era la misma que yo estaba entregando a la siguiente generación.

Aun así, me sentía pleno, estaba feliz con mi vida. Me sentía contento de ser el hoy y que mi padre fuera el ayer, y por un momento dejé de tensar mis hombros para tener una postura recta. Dejé que mi camisa se desfajara y pude aflojar mi corbata. Por un momento pude sentarme en la estancia sin preocuparm­e por los ojos que me evaluaban y pude respirar tranquilo. Mi alegre descanso duró pocos minutos, puesto que mientras yo me encontraba relajado en la comodidad del sillón, mi hijo me observaba curioso. Se sacó su chupete de la boca y al son de una melodía infernal parloteó sus primeras dos silabas: Pa-pá.

Solté una pequeña risa. “Vaya, mi hijo tenía cinco meses y ya podía pronunciar su primera palabra”, pensé… Y luego analicé un poco mejor la situación. ¡Mi hijo tenía cinco meses y ya podía pronunciar su primera palabra!

Era un completo tarado. ¡Cómo me pudo resultar gracioso el hecho de repetir el patrón que tuvo mi padre conmigo, si yo estaba haciendo lo

mismo! Este niño iba a aborrecer a su progenitor, iba a hacer todo lo posible para hundirlo, iba a pensar todas las noches la cara que tendría el hombre que lo procreó, al ver cómo su hijo lo dejaba en el olvido. Este niño lo iba a arruinar todo.

Dos horas fue lo que me tomó contactar bajo el nombre de mi padre a un grupo de matones. Treinta minutos me tomó explicarle­s que era un viejo que buscaba venganza, que secuestrar­an a mi esposa e hijo, y pidieran un rescate. Además, como requisito muy especial, deberían asegurarse de matar al hijo del joven Ramírez justo en frente de él.

Al día siguiente, salí temprano del trabajo porque recibí una curiosa llamada del chofer donde me hacía saber que mi esposa había desapareci­do. Pude continuar con la siguiente fase de mi plan. Me senté en mi escritorio y esperé con dignidad la llamada de un casual delincuent­e. La llamada de este hombre llegó 30 minutos después. En ella me pedía amablement­e una considerab­le suma de dinero para no enviar llaveros conmemorat­ivos de los dedos meñiques de mi esposa. Y solicitaba cordialmen­te que lo acompañara a su convivio en alguna bodega abandonada de la ciudad para celebrar el primer secuestro de mi hijo… y último.

Con dos maletas llenas de dinero, me dirigí a la dirección que el señor delincuent­e me indicó antes. Entré a la bodega con mi mejor cara de perro regañado para liberar como un valiente príncipe a mi amada familia. Después de entregar el dinero y rogar por su liberación, el delincuent­e soltó una carcajada al mismo tiempo que apuntaba con su pistola a la bonita personita que llamaba hijo. Todo iba de maravilla.

Empecé a correr. Corrí hacia mi hijo, poniéndome justo enfrente de la línea de tiro. Sentí cómo la bala me atravesaba justo en medio del torso. Allí, tirado en una bodega húmeda con el piso frio, escuché el llanto de mi hijo y mujer; a lo lejos, las patrullas de policía que había llamado horas antes, por fin hacían su aparición.

Bella estampa de un padre perfecto que murió heroicamen­te para salvar a su familia. Esa colosal sombra jamás la iba a poder opacar nadie más. Tendría que ser la mismísima noche para superar mi historia.

La mayoría termina con su vida porque no le gusta algo o mucho de ella. Yo la terminé porque la amaba, la amaba tanto que quise concluirla en su punto mal alto y glorioso.

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