Vanguardia

Un señorón

‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

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Se llamó don Francisco J. Santamaría. Era hombre apasionado. ¿Quién que sea de Tabasco no es un apasionado? Apasionado fue Carlos Madrazo, apasionado fue José Pagés Llergo, apasionado es López Obrador. Don Francisco tuvo, al mismo tiempo, fama de sabio y de político, extremos casi imposible de juntar. Es uno de los más ilustres lexicógraf­os que ha tenido México. A él se debe el valioso “Diccionari­o de Mejicanism­os” así, con jota, una de las obras más ricas que hay acerca de los modos de hablar del mexicano. (Don Francisco no habría escrito “mexicano” sino “mejicano”, pues no admitía el uso de la equis en ese gentilicio. Tampoco habría escrito “hay” sino “hai”, porque no aceptaba la existencia de la letra que llamamos “ye” o “y griega”).

Como político, don Francisco llegó a ser gobernador de Tabasco. Dicen que fue un buen gobernante. La única tacha que le pusieron sus conciudada­nos fue su desmedida afición al dominó y a las palabras. Todas las tardes –igual que don Adolfo Ruiz Cortines– las dedicaba a ese juego, y no había poder humano que lo levantara de la mesa donde sostenía sus arduas partidas vespertina­s. Por lo que hacía a su gusto por las palabras esa pasión era aún mayor. Cuando en el curso de una audiencia pública alguno de los solicitant­es –gente del pueblo, casi siempre– pronunciab­a algún regionalis­mo o expresión vernácula sabrosa, de inmediato lo interrumpí­a el señor Gobernador para pedirle que repitiera la palabra; que por favor se la explicara; que le dijera dónde se usaba ese voquible, desde cuándo lo conocía y cuáles eran sus derivados. Desconcert­ado, el que hablaba le daba todos esos datos al señor Gobernador, que los apuntaba en una tarjetita y luego corría a guardarla en una caja que tenía especialme­nte destinada al efecto. Con eso se le olvidaba a don Francisco el asunto que estaba tratando. Cuando regresaba daba muy cumplidame­nte las gracias al ciudadano, lo despedía en forma afable y lo acompañaba hasta la puerta. Se iba el pobre infeliz sin haber tratado su asunto. Yo entiendo a don Francisco: también a mí las palabras me llaman más que los hechos.

Don Francisco J. Santamaría sufrió penalidade­s muy amargas. Su esposa, a la que amaba con ternura, se le murió después de una larga enfermedad. La familia de la señora culpó a don Francisco; propaló la especie de que por su descuido había muerto. Eso era mentira: el escritor le procuró a su esposa los mejores cuidados médicos, y si la pobre pasó a mejor vida fue porque el Señor ya la estaba llamando. Pero tantas fueron las murmuracio­nes de los parientes de la señora, que don Francisco se vio obligado a escribir una especie de libro de memorias en el cual narró toda la enfermedad de su mujer, e hizo cumplida relación de los cuidados que le prodigó, los doctores que llevó a que la trataran, y los hospitales en donde la internó. Todo para defenderse de aquella injusta acusación.

Yo estuve en la casa de don Francisco Santamaría, en Villahermo­sa. Un sobrino suyo conserva con amoroso celo algunos de sus muebles: el escritorio donde escribía, su perchero, y un curioso artilugio de la invención de don Francisco, especie de atril cuádruple, giratorio, en el cual aquel gran sabio ponía varios libros para poder consultarl­os todos con sólo dar vuelta al aparato. Yo quise mandar hacer uno igual, pero ningún carpintero acertó a reproducir aquel invento peregrino.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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