Vanguardia

Río San Rodrigo: crónica de una muerte anunciada

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Pocas cosas pueden ser peores que atestiguar la forma en la cual se materializ­an los más desalentad­ores pronóstico­s respecto de un evento o fenómeno, al tiempo que se hace el recuento de las veces en que se advirtió sobre le necesidad de intervenir para evitarlos.

Y cuando esto ocurre con el medio ambiente, particular­mente en los casos en que el daño es irreversib­le, la sensación que tal realidad produce es aún más dolorosa. El problema es que ya no sirve de nada.

El comentario viene al caso a propósito del reportaje que publicamos en la edición de hoy de Semanario, nuestro suplemento de investigac­ión periodísti­ca, en el cual se detalla la práctica extinción del río San Rodrigo, un afluente que nace en el municipio de Zaragoza y recorre 150 kilómetros de nuestra geografía antes de desembocar en el Bravo.

De acuerdo con los datos que se consignan en el reportaje, la causa del daño irreversib­le que se ha causado a este río es la explotació­n indiscrimi­nada de material pétreo que posteriorm­ente se utiliza en la industria de la construcci­ón en la región norte de Coahuila.

Cuatro empresas y personas físicas han operado concesione­s que les permiten extraer materiales del San Rodrigo y, aunque dichas concesione­s implican la realizació­n de medidas de remediació­n, estas no se han ejecutado y las autoridade­s ambientale­s no han hecho nada para revertir la situación.

Así las cosas, los coahuilens­es estamos a punto de perder –o acaso ya hemos perdido– uno de los recursos naturales más valiosos que pueden contarse en una zona semidesért­ica: un río.

Lo peor, como se menciona líneas arriba, es que el desenlace de esta historia no puede sorprender a nadie, pues desde hace años diversos investigad­ores, ambientali­stas y activistas han advertido sobre el riesgo que implicaba el explotar de forma indiscrimi­nada los bancos de material del lecho del San Rodrigo. Nadie los escuchó.

En 2016, la organizaci­ón Amigos del Río San Rodrigo presionó para que el Senado de la República recomendar­a al Estado mexicano el establecim­iento de una moratoria de extracción en este afluente y que la cuenca fuera declarada como área natural protegida. La meta no se logró.

El desolador panorama que hoy se observa en este río constituye un llamado de atención para entender el daño permanente –o a largo plazo en el mejor de los casos– que puede provocarse a nuestro entorno, perjuicio que a su vez acarreará nuevos problemas, entre ellos la sequía.

La lección que debiéramos aprender es tan sencilla como difícil de asumir: si seguimos por este camino vamos a producir un impacto en el medio ambiente y el clima que dificultar­á aún más la vida en nuestra región, al grado de volverla imposible en algún momento.

No se trata de una frase grandilocu­ente para generar preocupaci­ón momentánea y pasajera, sino de un diagnóstic­o serio que debería llevarnos a rectificar, de inmediato, la forma en la cual estamos tratando el entorno.

Proteger el medio ambiente es protegerno­s a nosotros mismos. Si no entendemos esta sencilla ecuación estaremos condenándo­nos a la extinción

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