Vanguardia

La novelista de la ‘feminidad victoriana’

EUGENIA FLORES SORIA

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Elizabeth Gaskell (1810-1865) fue una narradora inglesa contemporá­nea de otras luminarias de la literatura como las hermanas Brontë o George Eliot (seudónimo de Ann Evans). Actualment­e la fama de estas últimas es mucho mayor, pese a que en su época Gaskell tuvo gran éxito entre sus lectores. Esta pérdida de popularida­d tiene una explicació­n. Patsy Stoneman, en un libro crítico sobre la autora, revela que durante décadas se etiquetó a Gaskell con las palabras de Lord David Cecil, quien expresó lo siguiente: “En los plácidos palomares de la feminidad victoriana, (las escritoras) fueron águilas. Pero sólo basta con mirar un retrato de Mrs. Gaskell, ojos suaves, velo encantador, para ver que ella era una paloma”. Un prejuicio terrible y efectivo que dejó en el olvido a una novelista extraordin­aria. Lamentable­mente, no es la primera vez que “el exceso” de lo femenino se percibe como débil, cursi o carente de valor. Pero esta “paloma” de las letras victoriana­s demostró que el universo de las mujeres era igual de valioso y digno de estudiar.

Descubrí a Elizabeth Gaskell entre los libros de segunda mano. Su novela “Cranford” venía en el mismo tomo que la famosísima “Orgullo y Prejuicio” de Jane Austen. El que el editor Ricardo Baeza las pusiera juntas, a la misma altura, es una señal importante. De inmediato me adentré en esta obra desconocid­a para mí y confieso que me tomó un poco por sorpresa. Al principio dudé que fuera como tal una novela, porque su estructura era más bien caleidoscó­pica: varias historias hiladas por algunos personajes femeninos en común. Después supe que originalme­nte la autora había publicado un relato con la intención de ser “aislado”, pero el público pidió saber más y poco a poco fue ampliando la trama. “Cranford” es un pueblo pequeño en el que viven puras mujeres. Un día se instala el capitán Brown y sus hijas, lo que origina una serie de eventos inesperado­s. Este sitio imaginario está inspirado en Knutsford, Cheshire, donde la autora pasó su infancia al cuidado de una tía, pues la madre de la pequeña Elizabeth murió unas semanas después del parto.

“Cranford” me conmovió por muchos motivos. Primero, retrata la vida de las mujeres no muy adineradas que terminan solas por diversas circunstan­cias. Lejos de mostrar esto como un cuadro insípido, aburrido o falto de aventuras, Gaskell explora a profundida­d los momentos más determinan­tes del acontecer humano. A través de su obra nos dice cómo el mundo se puede desmoronar desde adentro de la casa. El personaje de miss Matty, por ejemplo, es revelador. Hay una escena en la que quema las cartas familiares. En esas hojas está la historia de amor de sus padres y el drama de Peter, su hermano. Ella dice: “A nadie le importarán el día que yo me muera”, porque ya es mayor y no tiene hijos. Todo parece muy sutil, “muy suave”, como diría Lord Cecil, pero ahí radica la intensidad de Gaskell. No hay torbellino­s ni guerras, pero dentro de su universo doméstico lanza una fuerte crítica social y evidencia la desigualda­d que afrontaban las mujeres, incluso al vivir la melancolía o el dolor. Por ejemplo, míster Holbrook, un antiguo pretendien­te de miss Matty, decide confrontar su nostalgia yéndose de viaje a París. Los hombres solos como él podían hacerlo, las mujeres solas como Matty, no.

La literatura fue la más grande pasión de Elizabeth Gaskell. La salvó de la depresión cuando murió su hijo pequeño. Luego siguió en el mundo de las letras hasta sus últimos días. En mi edición de “Cranford” dice que Elizabeth tuvo una vida “tan apacible y exenta de acontecimi­entos externos como la de Jane Austen”. No me parece justa esta sentencia. Es como decir que solo quienes viajan viven, que solo los que tienen puestos importante­s, viven. No existen las vidas apacibles, me parece. Las mujeres de Gaskell experiment­an la pérdida violenta de un padre, la decepción amorosa, el suicidio de un hermano, el resolver el porvenir sin grandes poderes sociales, la soledad más desesperan­zadora. Eso también es vivir y no precisamen­te “con la suavidad de una paloma”.

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